El maratonista arcano

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El cineasta Milós Jancsó (1921-2014). Foto: Gordon Eszter

Por Roberto Madrigal

La década de los sesenta fue, entre otras muchas cosas, un período de rompimiento y renovación cinematográfica. La contracultura en el cine se hizo sentir con fuerza estremecedora a ambos lados del entonces recién construido Muro de Berlín. Fue un cine de rechazo a la estética y las técnicas narrativas establecidas.

Se buscaba un nuevo lenguaje. En Francia surgía la Nueva Ola. Godard, Truffaut, Resnais, Melville, Demy y algunos más creaban un cine opuesto a al discurso cinematográfico de Duvivier, Dassin y Clair. En Estados Unidos, Roger Corman producía a bajo costo a un grupo de jóvenes que rechazaban los valores hollywoodenses,  creando los inicios del cine independiente americano con los filmes de John Cassavetes y Monte Hellman. En los países de Europa Central, injustamente clasificados como Europa del este, o Bloque Socialista, los cineastas desarrollaron un lenguaje de oposición sutil al totalitarismo imperante. Menzel, Forman, el dúo Kadar y Klos, Jires y Papousek en Checoslovaquia. Kawalerowicz, Wajda y Polanski en Polonia. Istvan Gaal, Ferenc Kosa, István Szabo y Miklós Jancsó sobresalían en Hungría. A la zaga quedaban Bulgaria, la República Democrática Alemana, Rumania y Albania. A la Unión Soviética el movimiento llegó una década más tarde. En la antigua Yugoslavia,  siempre un animal diferente, Dusan Makavejev hacía de las suyas.

Experimentos al límite

Esta nueva generación de cineastas no solamente cambió para siempre la realización cinematográfica, sino que además, arrasaron con los premios de todos los festivales más importantes y se hicieron sentir en los premios Oscar.

De todos ellos hay dos que resaltan por la distinguible individualidad de sus estilos y su lenguaje narrativo. Por su constante exploración de las posibilidades creativas del cine. Por llevar sus experimentos hasta límites insospechados. Jean-Luc Godard y Miklós Jancsó eran maratonistas entre corredores de distancia media. Fueron (Godard lo sigue siendo) exploradores incansables. No hubo riesgo que no decidieran correr.

Miklós Jancsó (Vac, Hungría 1921),  de padre húngaro y madre rumana, se graduó de abogado en la Universidad de Cluj, en Rumanía. Decidió no seguir su carrera y continuó estudios de historia del arte y etnografía en la Transilvania. Al llegar la Segunda Guerra Mundial, Jancsó fue enrolado en el ejército húngaro, que formaba parte del eje Berlín-Roma-Tokío, y al finalizar la guerra fue apresado por las tropas soviéticas.

Tras su liberación, ingresó en la Escuela Superior de Arte Dramático y Cine de Budapest. Inicialmente pensó dedicarse al teatro, pero el escritor y crítico Béla Balasz lo disuadió y lo orientó hacia el cine. Comenzó su carrera en la década de los cincuenta con los obligatorios documentales y noticieros sobre heroicas cosechas y visitas de dignatarios soviéticos. En 1958 realizó su primer largometraje Las campanas se han ido de Roma, una obra que se enmarca dentro de los principios del realismo socialista que Jancsó mismo consideró “espantosa”.

Sin esperanza

Su estilo comienza a cambiar con Cantata (1963), en la que se ve demasiado la influencia de Antonioni y cobra madurez con Así he venido (1965), aunque esta todavía se enmarca dentro del cine convencional. Su verdadero rompimiento con toda su formación académica y el cine que hasta entonces se hacía fue Sin esperanza (1966), que le valió una nominación para la Palma de Oro del Festival de Cannes y que llamó la atención de la crítica internacional. La película transcurre en una cárcel austríaca en 1868, en la cual los reos son sometidos a brutales interrogatorios en los que se emplea tanto la violencia como el terror psicológico. El filme trata mayormente sobre los mecanismos de poder, la sospecha, las intrigas y las delaciones. Sin embargo, hoy en día ha recibido una mirada actualizada, ya que muchos enfebrecidos opositores de los métodos antiterroristas de Washington, la utilizan para ilustrar los males que generan cárceles como la de Guantánamo.

Acto seguido, se le encargó hacer una película en homenaje al quincuagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, una coproducción húngaro-soviética que tratara sobre los voluntarios húngaros que fueron a ayudar a los bolcheviques. Para ello realizó, en 1967,  Los internacionalistas (título con el cual se estrenó en Cuba, ya que en el resto del mundo se conoce como El rojo y el blanco). El filme era en realidad una parábola sobre los estragos humanos de la guerra, los caprichos del poder y la evolución en espiral de la violencia Lo invitaron en 1968 a presentarla en Cannes, pero el festival se suspendió por las revueltas que sucedieron en la capital francesa ese año. Los soviéticos, insatisfechos con el resultado, prohibieron la exhibición de la cinta en la Unión Soviética.

Su carrera continuó con lo que se convirtió en su habitual hermetismo y su peculiar narrativa, en la cual los espacios, los contextos y el desarrollo temporal quedaban confusos, con filmes como Agnus Dei (1970), Salmo rojo (1971) y Electra, mi amor (1974), para mencionar solo algunos títulos. Comenzó a hacer cine en Italia, con películas como La pacifista (1970), con Monica Vitti y Pierre Clementi, y luego, establecido temporalmente en la capital italiana, realizó Roma quiere otro César (1973) y Vicios privados, virtudes públicas (1976), esta última sobre el doble suicidio de Rodolfo, el Archiduque de Austria, y su querida, ocurrido en 1989. El filme se consideró pornográfico, por lo cual se prohibió en Italia y Jancsó fue condenado a cuatro meses de prisión que no cumplió porque ganó su apelación.

Jancsó en Cuba

Regresó a Hungría y continuó su carrera. Por su persistencia en la exploración de los límites formales, sus películas comenzaron a caer en desgracia ante los críticos (nunca fue aceptado por el gran público), y le costó trabajo producirlas. Se dedicó por un tiempo al teatro y tras 1989 su cine se volvió más convencional y se dedicó a satirizar los problemas de la Hungría postcomunista.

En Cuba sus películas se estrenaron mayormente en los cines de ensayo La Rampa y Rialto, así como en la Cinemateca. Pudimos ver Cantata, Así he venido, Sin esperanza, Los internacionalistas, Agnus Dei, Salmo Rojo y Electra, mi amor gracias a los esfuerzos de Héctor García Mesa, por muchos años director de la Cinemateca, quien se caracterizó por tratar de poner la mayor cantidad de cine de vanguardia posible dentro de las restricciones.

A Jancsó se le podía poner porque además de ser parte de una corriente muy utilizada por los cineastas del entonces “campo socialista” para evadir la censura, que consistía en abordar temas históricos como parábolas admonitorias y criticas de la realidad entonces actual, su cine era incomprensible para la mayoría. Sus películas tienen muchos niveles de lectura y sus experimentos narrativos resultaban arcanos para el gran público y para los mismísimos censores, que nunca hubieran sabido por dónde cortar.

Recuerdo haber quedado hipnotizado por la inusual belleza de las imágenes que enfrentaba en las películas de Jancsó.  Sus características eran los espacios rurales abiertos, los desnudos, los caballos y los largos planos-secuencia, este último era su sello característico. Sus películas apenas tenían cinco o seis cortes y en nuestro afán de cinéfilos contábamos asombrados, ls minutos de cada plano-secuencia.  Nos maravillaba aquella cámara que seguía a los personajes sin cesar, sin cortes, sin abandonar el paisaje, convirtiéndolo en un elemento que generaba claustrofobia en espacios abiertos. Confieso que con Agnus Dei y Electra, mi amor perdí un poco el gusto por sus técnicas narrativas y se me volvió forzadamente confuso. Después de 1980, vi aisladamente y en cintas de video o en DVD sus otras películas, pues su cine carecía de distribución comercial.

Contracultura e inconformidad

En la década de los ochenta entablé una buena amistad con John Sayles, uno de los fundadores del cine independiente americano y cuando le conté que me llamaba la atención que al igual que Jancsó él utilizaba largos planos-secuencia, me contestó que en efecto, él conocía y admiraba la obra del húngaro, pero que su uso de esta técnica no obedecía a principios estéticos, sino mayormente a problemas económicos, ya que como trabajaba con presupuestos limitados, al tener que hacer menos cortes para editar, ahorraba el celuloide que utilizaba y al ser el celuloide basado en plata, las fluctuaciones de ésta en el mercado le afectaban al bolsillo. Aunque me desinfló un poco mi visión de Jancsó, quise seguir pensando que éste lo hacía por razones estéticas y no económicas. Nunca lo sabré.

Autor de minorías, contraculturalista infatigable, artista comprometido con su arte, poeta de la imagen, inconformista profesional, Jancsó nunca gozó de gran distribución. Ganó el premio al Mejor Director en el festival de Cannes de 1972, por Salmo rojo y el festival de Venecia lo honró en 1990 con el León de Oro por su carrera. Entre 1990 y 1992 estuvo afiliado a la Facultad de Cine de la Universidad de Harvard. Directores como Andrei Tarkovski, Bela Tarr y Benedek Fliegauf han reconocido su influencia en sus obras (lo que se observa claramente en El sacrificio, de Tarkovski).

Jancsó falleció en Budapest el 31 de enero pasado, a los 92 años, sin embargo, su muerte ha sido comentada mayormente en la prensa occidental. Nada se registra en los periódicos digitales húngaros en idioma extranjero. La radio y la televisión rusas en sus portales de internet, no la mencionaron. El diario oficial Granma no le dedico ni un renglón.

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