Miklos Jancsó, la olvidada muerte de un visionario

SalmoRojo

Salmo Rojo (1971), un clásico de la cinematografía de Miklos Jancsó.

Por Wilfredo Cancio Isla

Ha muerto el realizador húngaro Miklos Jancsó (1921-2014), una de las celebridades de la cinematografía contemporánea, pero solo publicaciones y páginas muy atentas al quehacer del arte le han dedicado algunas breves notas de obituario.

Jancsó fue un genio del cine. Guionista y director de peculiar mirada sobre la realidad que le tocó vivir, hizo de la parábola histórica un ejercicio fecundo de su creación fílmica. Crítico implacable de toda forma de opresión y  abuso de poder, el cine de Jancsó fue una espléndida alegoría contra el totalitarismo que se impuso a golpe de tanques en la Hungría de 1956, y que luego proliferó en todo el bloque del llamado “socialismo real” bajo la cortina soviética.

La fama de Jancsó se consolidó en la década de los 60, con películas como La ronda de reconocimiento (1965), Los rojos y los blancos (1967), La confrontación (1969) y  Salmo Rojo (1971), que le valió el Premio de Dirección en el Festival de Cannes.

Conocedor profundo de la historia nacional, el cineasta se refugió en ella para burlar la censura y ejercer su libertad artística a plenitud. La ronda de reconocimiento, por ejemplo, se inspira en una fallida rebelión de 1848 contra el dominio de los Habsburgo, recreando en blanco y negro la violenta represión desatada desde el poder.

Habían pasado apenas nueve años de la sangrienta intervención soviética en Budapest y no era posible otra lectura para este filme intenso e iluminador. La Hungría estalinista la consideró subversiva y Jancsó tuvo que decir que sus intenciones eran estrictamente históricas para poder llevarla ese año a Cannes.

Estocada del genio

Pero su mejor estocada contra los delirios de la propaganda oficial fue con Los rojos y los blancos, una coproducción soviético-húngara para conmemorar el 50 aniversario de la Revolución de Octubre en Rusia. La película narra la historia de un grupo de bolcheviques y voluntarios húngaros que son arrestados por las fuerzas zaristas, y entre los heridos se organiza la resistencia, pero el director optó por una visión no convencional de la guerra y provocó la ira de los censores, que terminaron prohibiéndola en la Unión Soviética.

Sus años de máximo esplendor dentro de la cinematografía magyar coinciden con los de la fértil relación profesional con su segunda esposa, la destacada realizadora Márta Mészáros. El matrimonio se prolongó por 10 años, hasta que Jancsó se fue a Roma en compañía de la periodista y guionista italiana Giovanna Gagliardo, en 1968. Gagliardo fue su tercera esposa, pero hubo también una cuarta (la editora Zsuzsa Csákány), porque era un hombre dado a los desafueros del amor.

MJancso

Jancsó en una foto del 2012.

Jancsó no solo fue el visionario que desafió desde sus “obras históricas” el irracional socialismo soviético que asfixiaba a su país. Fue también el esteta de la visualidad en el cine húngaro. Un artífice de la coreografía, los cuerpos desnudos y la fascinación por el placer.

Nadie como él presentó la desnudez humana en el cine con tanto candor, desenfado y veneración, con un sentido primigenio de la identidad corporal. De ahí las acusaciones de “formalista” y “ajeno a los intereses del pueblo” endilgadas por los estetas del realismo socialista que intentó, sin suerte, apropiarse del hálito creador de los cineastas húngaros.

Solo gracias a esa estilización visual y a cierto hermetismo de sus metáforas se explica que varias películas de Jancsó ocuparan las pantallas cubanas de la década de los 60, favorecidas por la política de exhibición que Alfredo Guevara promovió desde el ICAIC, pensándolas desde la perspectiva de las élites artísticas, y no en sus efectos sacrílegos respecto a la “nueva sociedad socialista”.

Fue así que hasta entrados los 70, el gran Jancsó entró en Cuba con títulos memorables como Los rojos y los blancos, Salmo Rojo, Agnus Dei y Silencio y Clamor, verdaderos espectáculos de plasticidad y fruición para el espectador.

Años después vi Salmo Rojo en una función de la Cinemateca de Cuba y, en 1988, no quise perderme Vicios privados, virtudes públicas (1975), en un viaje al Festival de Cine de Cartagena, Colombia. Se trata de la menor de sus creaciones del llamado “ período italiano”, inspirada en el suicidio del heredero al trono austrohúngaro Rodolfo de Habsburgo y su amante, en 1889, pero con inconfundibles resonancias sobre la hora actual.

Una historia alucinante

No he vuelto a disfrutar desde entonces una película de Jancsó, aunque supe de otros filmes suyos posteriores como El corazón del tirano (1981), Estación de monstruos (1986), Dios camina hacia atrás (1990) y La linterna del Señor en Budapest (1999), una alucinante historia de enterradores, ambientada en la Budapest postcomunista.

Su muerte, ocurrida el pasado viernes, me ha remontado al recuerdo de una etapa de espectador cinematográfico en la que Jancsó,  su compatriota Itsvan Szabó, el ruso Andrei Tarkovski y el polaco Andrej Wajda figuraban en mi catálogo de preferencias y devociones más recurrentes.

Sin embargo, en una época en que el cine y el arte en general andan por otros senderos, y el periodismo se refocila en la banalización farandulera que trata de disfrazarse de “secciones de espectáculo y entretenimiento”, recordar el monumental legado de Jancsó parece estar fuera de onda, un acto ajeno a los intereses de los lectores cautivos de los estornudos de Justin Bieber y del último escándalo de Lindsay Lohan.

Cuando se va un hombre genial como Miklos Jancsó debería al menos hacerse justicia periodística –si es que las palabras crítica y periodismo conservan aún su pertinencia- con lo que realmente vale la pena en este mundo.

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