En primera persona: Travesía al amparo de la Caridad del Cobre

Key Colony, extremo este de Cayo Maratón, adonde llegó Verónica Cervera, autora de este testimonio

Key Colony, extremo este de Cayo Maratón, adonde llegó Verónica Cervera, autora de este testimonio

Por Verónica Cervera*

Hace 19 años, un día de la Virgen de la Caridad del Cobre y en medio de la crisis de los balseros, llegué a Estados Unidos. Este es el testimonio de mi viaje desde Cuba.

Día 1: 5 de septiembre de 1994

Desperté en un catre en casa de mi abuela en Remedios, con tremenda resaca. Me bañé, me puse la ropa y los zapatos del día anterior. Fui a casa de mi madre. Me puse un biquini y metí en la mochila un pantalón de esos de hacer ejercicios, una enguatada, un libro que estaba leyendo hacía días y una caja de cigarros. Ella me hizo un disco volador de queso y leche con mermelada de guayaba. Desayuné y le di un beso, como si fuera a la esquina, pero le dije que iba a ver si me iba del país, aunque a lo mejor regresaba en un ratico. Lo había intentado ya unas cuantas veces.

El domingo habíamos estado jugando dominó y tomando ron en casa de unos vecinos. Un matrimonio llegó a ofrecernos un barco. Era como la cuarta vez que intentaban hacerse al mar. Cada vez que trataban, se les llenaba el bote de gente que nada tenía que ver con el viaje y un barquito de treinta y siete pies no aguantaba mucho.

Este lunes tampoco fue diferente. Cuando llegamos a la base pesquera de Caibarién, medio pueblo estaba ahí. El barco estaba a unos ciento cincuenta pies de la orilla y los que ya estaban dentro empuñaban palos y machetes para impedir que se subiera gente que no estaba en “el viaje”.

En ese momento se podía ir el que quisiera, pues ya lo había autorizado el dueño de la Isla -a raíz del Maleconazo.

Los guardafronteras preguntaron quiénes eran los que se iban y nos pidieron el carné de identidad. Algunos se lo dieron. Yo lo tenía en la mochila pero les dije que no lo había traído, que en el país al que iba no te lo pedían cada dos por tres.

Una señora mayor gritaba, “por favor, llévense a mi hijo”.

Uno de mis vecinos se metió al agua y fue hasta el barco a ver que hacíamos. Regresó y dijo que teníamos que subirnos debajo del puente del pedraplén que iba a Cayo Santa María. Ahí ya estaban las mujeres con niños, pues después del hundimiento del “13 de marzo” no permitían que subieras a un bote o una balsa con menores.

Nos alejamos de la base en grupo. Medio pueblo nos seguía en bloque. Doblamos a la derecha y todos lo hicieron. A la izquierda y también. Así muchas cuadras. Los seguidores disminuían por tramos. De pronto apareció el carro del padre de uno de los que estaba en “el viaje”. Era de los años cincuenta, aunque no sabría decirles de qué marca.

Nosotros éramos como veinte y nos metimos todos al coche que, de pronto, ya no se podía mover.

Al final nos dividimos en dos grupos. Todo eso sucedió en minutos.

El primer grupo salió de la ciudad tomando la carretera que va hacia Yaguajay. Yo iba ahí. Nos siguieron unos cuantos en bicicleta hasta que logramos dejarlos atrás.

Llegamos al puente del pedraplén y bajamos a reunirnos con las madres y los niños. El carro se fue y regresó al rato con el resto del grupo. En ese mismo momento llegaba el barco, que trató de pegarse a la orilla artificial y el techo chocó con el puente. Pero subimos todos, rapidísimo. De pronto la tierra se alejaba y yo miraba unas palmas mientras pensaba si algún día volvería, si este viaje nos llevaría a nuestro destino, si regresaría en unas horas –como le había dicho a mi madre-, o si terminaría unos meses en Guantánamo. Ya en ese entonces para tratar de parar el éxodo masivo, Clinton había decidido que a los balseros los llevaran para allá.

El señor que conducía el barco tenía casi setenta años y había sido pescador desde los nueve. Conocía cada cayito del norte de Caibarién y se metió entre ellos hasta detenerse en una ensenadita, donde esperaríamos el anochecer.

Comimos algo. Jugamos dominó. Hicimos café. Algunos hasta nos bañamos en el mar.

Llegó la noche y nos subimos al barco casi sin ver.

Seguimos alejándonos de Cuba hasta estar rodeados de un mar que parecía infinito. Nunca he visto un cielo tan lleno de estrellas.

Por ahí hay unas corrientes que no recuerdo cómo se llaman; pero sí que nos hacía sentir que el barquito cabalgaba sobre las olas. Íbamos bastante callados y empezamos a acomodarnos para turnarnos y dormir un poco. No era fácil, pues sumábamos treinta y ocho. Treinta y dos adultos y seis niños.

Día 2: 6 de septiembre de 1994

Empezaba a amanecer cuando pasamos entre Cayo Sal y Cayo Anguila. Eso quería decir que ya habíamos salido de las aguas territoriales cubanas y que por primera vez era libre. No sabía nadar, pero qué importaba si el sol era una bola naranja sobre el horizonte, y yo tenía la tranquilidad de haber salido del infierno.

Celebramos el evento como podíamos en medio del mar, con un cigarro, un abrazo, una sonrisa y dándole las gracias a los santos de nuestras estampitas.

De pronto vimos algo parecido a un corral lleno de gente flotando en el mar. Remaban demasiado rápido hacia nosotros y alguien gritó que le metieran toda la velocidad al motor, mientras otro explicaba que seguro eran balseros piratas. Fueran piratas o no, nuestro barco no aguantaba las quince o veinte personas que navegaban en aquella balsa.

Seguimos navegando hacia el nordeste, tratando de alejarnos de la zona dónde pensábamos navegaban más guardafronteras norteamericanos a la búsqueda de balseros que serían rescatados y conducidos a Guantánamo.

Alrededor del mediodía ya al Gato -que era como le decían al señor mayor que conducía el bote- le parecía que habíamos ido demasiado hacia el Atlántico. Así que se sentó en la baranda, un pie en el mar y otro en el timón, y cambió el rumbo hacia el oeste.

Yo traté de tomarlo con calma. Me quité la blusa para quedarme con la parte de arriba del biquini y me senté con mis primas a fumar en la parte de atrás del barco. ¿Y si habíamos gastado demasiado combustible?

Serían como las tres de la tarde cuando empezamos a navegar paralelos al sur de una cadena de cayitos que eran puro diente de perro. Estaban muy pegados entre ellos y era casi imposible atravesarlos y seguir hacia el norte sin llegar hasta el extremo oeste de las rocas. El agua era de un verde-azul precioso y tan transparente que se veían los pliegues de las rocas en la sumergida. Un paisaje aterrador y hermoso.

Como a las cuatro amarramos el bote a una roca, en la entrada de una ensenada al sur de uno de los cayos más grandes. Los hombres se pusieron a recorrerlo y regresaron con los restos de una nevera que tenía agua de lluvia acumulada. Las mujeres se pusieron a cocinar, los muchachos a bañarnos en la playa y los que conducían el barco a escuchar las noticias en un radio portátil.

En la radio advirtieron que la probabilidad de tormenta para el Estrecho de la Florida era alta. No quedaba mucho de sol y atravesar entre los cayos para cortar camino era un riesgo que no podíamos tomar. No había mucha profundidad y las probabilidades de encallar eran también altas. Decidimos quedarnos a dormir en el cayo.

Oscureció y algunos nos acomodamos como pudimos entre las rocas. Un grupo hizo una fogata que me hacía pensar demasiado en Guantánamo. Otros se fueron al barco.

Empezó a caer tremendo aguacero y fuimos más en el barco. El mar se fue picando más y más. En una de esas, el bote se zafó de donde lo habían amarrado y empezó a dar golpes contra las rocas. Una de mis primas se quería tirar al mar. Yo le decía que yo iba a esperar, al fin y al cabo no sabía nadar. Que fuera lo que fuera.

Casualmente, ella había ido al camarote a orinar en un tibor que hacía de inodoro y, al salir, había chocado con un cuadro de la Virgen de la Caridad que colgaba de la puerta. En vez de ponerlo en su lugar, lo había colocado sobre el motor. Vi el cuadro moviéndose, miré al cielo y todo estaba negro, de pronto rojo, naranja, amarillo. Empezaba a amanecer y no sabía qué tiempo habíamos estado dando tumbos ni cómo habían logrado amarrar el bote otra vez a las rocas. Pensé en las personas que habíamos visto navegando en aquella especie de corral. Sólo un milagro podía haberlos salvado.

Día 3: 7 de septiembre de 1994

Como a las diez de la mañana seguía nublado el cielo y encrespado el mar. Se pusieron a cocinar un arroz con jaiba para los mayores y una sopa con cuadritos de sazón de pollo para los niños. Hicieron café. Otra vez jugamos dominó. Salió un poco el sol y caminamos a ver si había algún árbol para protegernos, pero los arbustos eran muy bajitos.

Yo pensaba en esas películas en las que la gente se queda en una isla y las cosas se les van acabando. No veía la hora de salir de ahí. Por suerte la estadía no duró mucho más y como a las cuatro empezamos a recoger, cantamos el himno nacional –creo que fue idea de mi padre- y nos subimos al yatecito.

Yo dormí bastante, pero recuerdo que a cada rato despertaba y veía barcos inmensos pasando a nuestro lado y a algunos de los hombres haciéndole señales de fuego desde la proa con un palo al que le enrollaron ropa en la punta y le untaron un poco de petróleo. En una de esas vi luces. Pregunté y me dijeron que era Cayo Hueso. Pregunté la hora y eran las dos de la mañana.

Cuando desperté otra vez las luces seguían en el mismo sitio. Me dijeron que teníamos mar de leva, o lo que era lo mismo, la corriente del Golfo estaba encaprichada en no dejarnos avanzar. Por eso habían estado haciéndole señales a los barcos que nos pasaban cerca. Temían que no alcanzara el combustible. De pronto se apagó el motor. Eso tampoco sé cuánto duró. Dice mi padre que fue como una hora. Yo creo que con la corriente aquella, si hubiese durante tanto tiempo, hubiésemos terminado en Cancún.

Día 4: 8 de septiembre de 1994

Otro amanecer. Esta vez la tierra sí estaba cerca. Pregunté si era Cayo Hueso y El Gato dijo que no, que era Cayo Maratón, que ahí vivían sus hijos.

Nos empezaron a pasar por el lado yates lindísimos y con gente limpia a bordo. Todos nos saludaban y algunos preguntaban algo que era un poco obvio por la pinta que traíamos… Cubans? Cubanos?

A las ocho y media amarramos el barco a un muellecito chiquito, a la orilla de un condominio. Varias personas nos miraban y nos saludaban desde los balcones.

Alguien se acercó y nos dijo que no bajáramos hasta que no llegaran los guardafronteras, que ya les habían avisado. Otra vez el miedo a la base de Guantánamo. Demasiado alboroto, demasiada alegría haber llegado por fin, unos trepaban al techo, otros caminaban hasta la proa. Yo me senté en la baranda de atrás del barco y no decía ni una palabra. Miraba alrededor. Había muchas banderas norteamericanas de todos los tamaños. Estaba viva.

De pronto traqueteó el techo. Miré hacia adelante y vi que se partía. Me tiré al piso. Muchos cayeron al mar y otro se tiraron a sacarlos. Yo me quedé ayudando a una prima mía a la que el techo al caer le había golpeado en la espalda.

Después de eso empezamos a bajar a tierra. Enseguida vino un helicóptero y se llevó a mi prima, que se había fracturado vértebras de la columna. Los vecinos nos dieron leche, refrescos, agua, pan, muffins. En medio del desayuno llegaron los guardafronteras y uno alto que parecía el jefe nos dijo: “Bienvenidos a tierras de libertad”. Me puse a llorar.

*Autora del blog La cocina de Vero.

CATEGORÍAS

COMENTARIOS