A la sombra de un mito: Conminado a ser como el Che

LibroGuevara-displayPor Martín Guevara*

En la habitación había tres tomos de libros con escritos de Ernesto, y algunos otros sobre su vida, contados desde la admiración al mito, desde la adulación algunos, y desde el análisis marxista otros.

El Che estaba presente en todas y cada cosa, más que el mismo Ernesto lo que estaba vivo era el proceso de conversión del hombre en santo. Un santo comunista, pétreo, incólume, insensible al dolor, al miedo, a la tentación, al placer. Un mártir. En la medida que iba creciendo, que mis miembros presentaban contornos desconocidos, no podía dejar pasar por alto la obligación de ser como el Che. Sentía que aún me quedaba tiempo para disfrutar, para definirme como mártir o como escoria universal. Me quedaba tiempo antes de morir, pero no lo estaba utilizando como un verdadero revolucionario, como un pionero ejemplar.

Ya tenía una idea de su vida con algunas pinceladas que había oído como anécdotas, algunas de ellas obtenidas de modo furtivo, y otras mediante la indagación. Cautivaba mi atención en la medida que escuchaba hacer historia de mi familia era como sobre mi propio padre, a quien lo consideraba con una porción muy superior de mala suerte que su hermano mayor, él no había decidido nunca lo que había querido ser, estaba atrapado en una prisión, resistiendo cada día, corriendo el riesgo para la posteridad, de que ante el menor quiebre, todo el sufrimiento anterior no le sirviese de nada, en cambio el Che ya había muerto glorioso, eternamente joven a lomos de Rocinante.

Del dolor y el odio

Sol al borde de la sombra.
Una caricia del alma, repleta de voces. Adiós.
El lenguaje que se reclama.
Será el de los tiempos.
Desarmado el equipaje, el pelo Revuelto, y bello el semblante.
Habrá.
Sobre las cejas sangre.
Bastará la señal de las sienes.
Y raudos saldrán los carruajes, cargados De valor y de asma.
De dolor y de odio.
Y arderán las praderas, una vez
Despedido para siempre el sonajero.
Y enterrado el deseo de los felices sueños.

Ernesto se había criado entre negocios fallidos de su padre, clases particulares de la madre, pelotas de rugby, poemas en francés y la política nacional argentina, que representa un jardín de variadas especies. Entre noviazgos más o menos serios, estudios con mayor o menor pasión y una porción de aventura de idéntico tamaño a la del pánico a errar. Pasó la adolescencia y la juventud sin diferenciarse gran cosa de cualquier muchacho de su edad.

La roca comparada con casi todo lo que existe parece muy dura, y comparada con el agua, durísima, pero es el agua la que horada la piedra, la que consigue penetrarla, y convertirla en arena.

Cuenta Ferrer, el amigo inseparable de Ernesto de Alta Gracia, desde niño, adolescente y joven, que Ernesto tenía éxito con las mujeres, según sus propias palabras. “Mujeres no le faltaban, a pesar de no ser alto tenía buena planta, era buen mozón de cara, jugaba bien al fútbol, era un buen nadador, andaba perfectamente a caballo, había leído mucho y se acordaba de algunos versos de memoria para endulzar a las chicas.

Del sexo al noviazgo

Era un Guevara de La Serna, algo que ayudaba mucho en el círculo en que nos movíamos. O sea, que Ernesto jugó en primera división, destacado. El mismo Ferrer comenta en sus memorias sobre Ernesto que ambos se habían iniciado sexualmente con la misma criada, que primero ofreció sus servicios en la casa de los Ferrer y luego en la de los Guevara, pero entre aquellos muchachos una cosa era el sexo y otra muy distinta el noviazgo. Alberto me contó que todas las chicas miraban Ernesto cuando andaban juntos, y que a él no le pasaba desapercibido.

Chichina Ferreyra dijo de Ernesto en una entrevista: “Pobre Ernesto, no tuvo éxito en nada: ni como médico, ni como fotógrafo, ni como economista, ni como propagador de la revolución”, aunque también recuerda cuando lo vio por primera vez, caminando por la calle, tragando aire y llevándose la vida por delante. Era tan visiblemente distinto, que aquella quinceañera de colegio de monjas sintió temor y admiración a la vez.

Además de la poesía maldita francesa, le interesaba la filosofía, se adentró en la teoría marxista a través de la lectura, no tuvo afiliación política alguna, también le llamó la atención la toma de conciencia en la India. Escribía sobre estos y otros temas en la revista de la universidad de medicina. También escribía sobre rugby.

Yo sentía que no todo le salió tan mal al muchacho.Yo veía como un logro envidiable, el hecho de que casi no hubiese prescindido ni un día de la escritura para narrar y analizar sus propios pasos e ideas, como el hecho de que pareciesen haber sido vividos y pensados para luego ser contados, recreados con la concatenación que sugiriese la finalidad del relato, alejado de la dictadura que impone la cronología de los hechos, y con la belleza de la palabra llevaba a entender que tenía alma de escritor, que era un poeta natural. ¿Qué señal de aviso habría recibido, para dejar tanta constancia de sus horas, de sus pasos? No era narcisismo, era atender con gentileza una premonición, el mundo querría saber.

Sensación de pena

Leí unos pasajes, escritos y caminados por él, y me quedé con la sensación de pena, porque aparte de que entregase su vida por ir a defender a aquellos que serían sus delatores, se hubiese perdido al escritor que pudo ser.

Otras cosas que le habían salido bien, era salir perfecto en todas las fotografías desde cualquier ángulo. Su sonrisa me dejaba claro que en su concepto de Revolución, si bien había que poner el odio a flor de piel como solía decir, también el amor por la vida.

Se me hacía más fácil emular el olor a patas que ponerme a disparar en alguna sierra. Algunos amigos de Alta Gracia le llamaban el Chancho, incluso con ese apodo llegó a firmar algún artículo periodístico en su juventud. El apodo trascendió, y lo siguieron conociendo como poco afecto a la ducha, también en Cuba.

De manera instintiva me encontraba comparándome con el Che, casi siempre para terminar sintiendo una merma de virtudes. A falta de las características más destacadas de mi tío yo contaba con otras similitudes a su persona que me hacían sentir cercano, o así prefería creerlo. Entre ellas se encontraba el preferir ser un animal solitario, el incomodarme toda injusticia cometida, empezando desde el hogar, detestar las convenciones establecidas y la pérdida de tiempo que significan los ceremoniales que preceden a casi toda actividad social, desde un simple saludo a la más compleja negociación. Pero si una de ellas me hacía sentir seguro de que con solo unos pequeños retoques en la cosmogonía que precede el nacimiento, yo habría salido del útero exactamente igual que mi tío, era el total desprecio por el aspecto personal, por la higiene por el corte de cabello y la indumentaria, cosas estas que las prefería sucias y desprolijas.

La desaparición del individuo

Salir de casa con una camisa planchada, el pelo peinado y convenientemente cortado, los calcetines sin olor a queso gruyere, y el pantalón con el filo marcado, eran para mí aspectos de tal irrelevancia que rayaban lo obsceno, lo soez, y anunciaban peligrosamente la desaparición total del individuo. Por ello, cuando tuve conocimiento de que el Che, desde joven era adverso al uso desmedido y exagerado de la pastilla de jabón, sentí un total alivio, al saber que había alguien respetable en el mundo, aunque ya no estuviese vivo, que no me sugeriría recoger mis calcetines, ni me ordenaría pasearme por debajo del agua para doblegar el olor de mi ser y dar lugar a un aroma de flores muertas, trituradas, en esos pequeños frasquitos búlgaros, que podía adquirirse en la perfumería del Habana Libre, sin otro recorrido que el del ascensor, ni otra condición que ser huésped extranjero del hotel.

Si a mi abuela y a mis hermanos los conocía por el olor de su pelo, a mi padre lo recordaba por el olor de su transpiración, que se parecía a la de mi abuelo Ernesto; y a mi madre por el olor de su boca al besarme la cara, ¿por qué tendría que avergonzarme de mi perfume?, si solo a través de este yo conseguiría ser yo, de un modo integral.
La imagen de su descuido de la higiene personal a mi modo de ver, lo situaba más cercano a los poetas que solía leer, a los héroes de la guitarra, la batería, con los pelos largos y los vaqueros rotos, a los que ya empezaba a prestar más atención en las revistas musicales o de actualidad que llegaban de afuera, que a las clases y la ropa formal.

Sabía ya que a mi tío, no le gustaban demasiado ni los que jugaban mucho al dominó ni el dominó en sí, tampoco los beodos, ni los intelectuales que no fuesen europeos, al poder ser, franceses, ni la competencia en las alturas, ni el baile que no fuese tango, aunque en esto habría que ver si no le gustaba o era, como todo Guevara un “pata dura” y “oído de madera”. No sentía simpatía por el trabajo en relación de dependencia, sentía desafecto por los seres que se quejaban de su suerte, los que no les interesaba ni un bledo la política, los lumpen, los dandis, los delatores, y ni que decir de los burgueses de éxito.

Parece ser que sí le gustaba el ajedrez, los deportes, los libros, los chistes inteligentes, cierta actitud pedante, el esfuerzo que requiere el trabajo de desarrollar las teorías propias y ajenas en la realidad, el estudio, el calor del enfrentamiento, su propia imagen, su madre, y los caminos que se andan por primera vez. Sentía afecto por los seres desvalidos, privados del derecho a la alimentación, al trabajo, a una vida digna en lo básico, afecto por los caballos, por los artistas plásticos y los escritores eruditos de formación eurocentrista o directamente franceses, por los aventureros. Le gustaba andar y perseguir sus fantasmas, o impedir que estos lo alcanzasen. De cualquier manera era un tipo excepcional.

Contradicciones flagrantes

En lo tocante a su influencia social, estaba aprendiendo a enfrentarme al espíritu de las contradicciones más flagrantes. La imagen que se tenía del Che había ejercido una influencia enorme en las generaciones de revolucionarios a nivel planetario, o de jóvenes de clase media que decidieron coquetear con la izquierda en los años sesenta y setenta del siglo XX, también dentro de la clase trabajadora cubana. Uno que no escapó ni una pizca de esa influencia, fue mi padre. Y por traslación, también me afecto a mí.

Entre el influjo que mi padre recibió de su hermano, y las huellas que dejó en mi vida, la diferencia radicaba en el acatamiento del mandato, en la resignación frente al estigma que sentía mi padre, y la resistencia a cargar con ello que empezaba a presentar yo. También se diferenciaba mi relación con esta especie de yugo, en que por más que se presentase como algo heroico, yo no lograba sentir la mínima simpatía por esa lucha, por esa revolución, que lo único que había conseguido, a mi vista, era revolucionar mi vida, dejando la ausencia o lejanía de las cosas que debían estar cercanas.

Pero mi viejo se tomó muy en serio su deber, equivocado o no, estaba pagando cara su lealtad, sin escribir jamás una sola queja, para los demás Guevara pudiesen dormir de noche en sus exilios, sin ser molestados por perturbadores fantasmas.

Había otra cosa que me causaba simpatía de mi tío ya desaparecido. Era el desenfado con que trataba los temas protocolarios, el enfrentamiento frontal con el ceremonial a mantener, con los manuales de las buenas costumbres. Y ese pelo largo al principio de los años sesenta.

Bajo el lodo de las pesadillas

En una ocasión en que tomó las riendas de la dirección del Banco Nacional de Cuba, llamó a uno de los máximos ejecutivos del Banco hasta entonces, cuenta el ejecutivo, que cuando entró a la oficina de la dirección, encontró a “…ese argentino con los pies sin calzado sobre el escritorio, rascándose los chicotes a través de los agujeros de los calcetines, una falta total de imagen para el director de un Banco cualquiera, y de respeto a mi persona…”, además, el hombre, en su narración de los hechos, dejaba entrever una visible molestia con el Che porque además de cuidar poco las formas, le llamó pequeñoburgués, y le dio a elegir entre irse a Estados Unidos o ir veinte años preso a uno de los fabulosos todo incluido de la isla, a lo que este replicó: “perdón, comandante, pequeño burgués no, yo soy un gran burgués, y entre las dos opciones, obviamente decido irme”. Justamente ese episodio encierra aquello con que sentía cercanía y lo que me distanciaba de la imagen de mi tío.

Y por último sabía, por supuesto, que era súper, recontra, tremendamente asmático. Eso, en mi imaginario, lo acercaba demasiado a mí, de modo peligroso casi lo sumergía bajo la superficie de lodo de mis pesadillas, que escondían aquellos cadáveres secretos.

Ya presentía a mi tío de dos maneras totalmente diferentes y hasta antagónicas. Una, que se desprendía de los datos de su vida, siempre colocados de manera que se pudiese construir un mito. La otra, se deducía de sus pasos apresurados hacia el precipicio, del evidente escaso apego a la estabilidad social, de la necesidad constante de deshabitar el espacio ocupado, de escapar, de seguir hacia el abismo. Y claro, en esta visión, el asma lo convertía en ese pobre ser, a causa de las molestias propias de la enfermedad, y quizás sospechando que entre líneas, todos los asmáticos preferíamos respirar de ese modo que aceptar alguna otra condena, presumiblemente merecida. Como la desnudez de la verdad.

* Vivió como refugiado en Cuba por 12 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España y es colaborador de CaféFuerte. Este texto forma parte de su libro de testimonio A la sombra de un mito, que recoge su experiencia cubana y los influjos de la imagen de su célebre tío guerrillero, Ernesto Che Guevara, y se publica en CaféFuerte con autorización expresa del autor. El libro se presentará el viernes 27 de junio, a las 7:30 p.m., en el Café Demetrio, 300 Alhambra Circle, Coral Gables.

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