Las Carbonell que se fueron: Para no olvidar la historia cubana

"Se van las Carbonell" nos habla de la tragedia cubana: la ruptura de la familia, la tristeza por dejar atrás toda una vida de recuerdos y el dolor de separarse para siempre de los huesos de sus muertos.

Las Carbonell que se fueron: Para no olvidar la historia cubana
Rei Prado y Osmel Poveda en una escena de "Se van las Carbonell", obra de Havanafama bajo la dirección de Juan Roca. Foto: Ismael Requejo.

Luego de llevar a escena varios clásicos del teatro universal como Calígula, de Albert Camus, Bernarda, versión de la obra cumbre de Federico García Lorca, y Divinas palabras, de Ramón del Valle-Inclán,  Havanafama Teatro Íntimo y su director Juan Roca apuestan en la escena de Miami por Se van las Carbonell, que a todas luces parece un sainete costumbrista con la firma de Raúl de Cárdenas.

El término sainete fue desacreditado por muchos entendidos desde su surgimiento mismo en España a finales del siglo XVIII para reemplazar a los conocidos entremeses. La razón para el descrédito era su función de servir como divertimento de un público que iba al teatro a ver algo más “serio”. Pero no debería rechazarse a ultranza este subgénero de la comedia antes de saber que el sainete no es otra cosa que una comedia en un acto, que tiene un tono burlesco o cómico, y que en su origen dejaba a un lado los conflictos de la aristocracia para representar temas populares.

Osmel Poveda en Se van las Carbonell. Foto: Ismael Requejo.

De manera que el término costumbrista parece ser el complemento más apropiado para calificar obras de su tipo. Y así comienza Se van las Carbonell. Dos viejas damas, hermanas por más señas, hablan de lo infortunadas que son, y hacen reír al auditorio con frases y dichos propios del lenguaje popular, acudiendo a ese rasgo característico del cubano que se burla de las desgracias propias.

Casa adentro

Todo esto transcurre en el comedor de una vieja casa habanera. El diseño escenográfico naturalista, a cargo de Ricardo Martínez Rubio, reproduce lo que sería la sala comedor de una casa cubana que nos recuerda las escenografías de algunas grandes piezas estrenadas en La Habana, como el Aire frío que dirigió Humberto Arenal en 1962, o el Contigo pan y cebolla de Héctor Quintero con Teatro Estudio en 1964.

Puede que para algunos observadores este es un tipo de escenografía del pasado y que en la actualidad no es frecuente encontrarla, cuando lo más usual es que los decorados se levanten a partir de estructuras abstractas, con paneles, rampas o plataformas. Sin embargo, el entorno creado por Martínez Rubio no sólo nos sitúa en un lugar, también nos habla, nos dice de esta familia que tuvo una espléndida casa, pero que hoy está destrozada como destrozada está la realidad de las mujeres que la habitan.

JJ Paris en Se van las Carbonell. Foto: Ismael Requejo.

La familia completa se irá, pero tendrán que dejar la casa que contiene los recuerdos, los sueños, las vidas de esas mujeres que la han habitado. Así el inmueble se convierte en un personaje silencioso que dejarán atrás, pero con el costo de mucho dolor. Además, todo está armado de una manera tan minuciosa incluyendo la cuarta pared, que aparece a ambos lados del proscenio y se interrumpe para que los espectadores podamos entrar en la historia que nos cuentan. Sólo el teléfono y un antiquísimo aparato de radio desentonan en el concierto de todo el mobiliario.

Angustia de familia

Y todavía uno se pregunta cómo será posible presentar en forma de sainete la angustia de una familia en el contexto sociopolítico como el tristemente célebre verano de 1980 en Cuba. Entonces nos damos cuenta de que aquel que a todas luces parecía un sainete, oculta en su interior elementos que nos van a llevar de la reflexión a la conmoción.

Raúl de Cárdenas, un maestro del teatro costumbrista, va mostrando verdades y sentimientos de modo que del diálogo sainetesco van brotando revelaciones que revuelven emociones de los que vivimos ese momento de la historia cubana, y consigue inaugurar nuevas emociones en los espectadores que se enfrentan por primera vez a los hechos relatados. Juan Roca asume la puesta en escena transido por el recuerdo de ese momento que él vivió en carne propia, y se mueve entre la comedia y el profundo drama que representa abandonar su casa y su país, en contra de su voluntad.

Pero Roca, además de conocer y manejar muy bien el tráfico de vibraciones que se intercambian entre el escenario y los espectadores, lleva a escena sus espectáculos como una suerte de hombre del renacimiento, y lo digo sin ánimos de halagarlo, sino como una introducción para referirme a su trabajo. Lo explico. Es un hombre que cuando emprende un proyecto y lo trae ante los actores, ya sabe cuáles son todos los elementos que utilizará, pero es, además, capaz de diseñar y confeccionar con sus propias manos todos los componentes de la puesta en escena; se encarga de seleccionar la música, realizar el trabajo de dirección de actores y finalmente, durante las funciones, ejecutar el trabajo de iluminación y musicalización.

No puede pasarse alto el trabajo del maquillaje en el reforzamiento de las caracterizaciones, a cargo de la maestra Adela Prado, exprofesora del Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, quien a los 84 años sigue aportando destreza y brillantez.

Pilares de actuación

Los roles femeninos son incorporados por actores hombres, algo recurrente en el teatro de Roca, porque -según alguna vez ha planteado- se propone extender los conflictos y entregar una visión más abarcadora en tanto el espectador pueda ver ambos sexos en cada personaje. Con Felicia, en un registro melancólico, contenido, JJ Paris afronta su personaje con sinceridad, mostrando la resignación de una vieja maestra de escuela cubana, por lo que su acento porteño desaparece por completo y esto ya, en sí mismo, es un reto. Él es, sin dudas, uno de los pilares de la actuación en este gran momento de Havanafama, junto a Rei Prado, quien incorpora a una Adelaida nerviosa, agitada, y que manifiesta su frustración constantemente, porque su personaje encarna el terrible desarraigo de una persona obligada a separarse de su hijo si quiere cumplir con su deseo, una de las coacciones más perversas que imponía el gobierno cubano en ese triste trance de nuestra historia contemporánea.

Escena de Se van las Carbonell, puesta en escena de Juan Roca. Foto: Ismael Requejo.

La obra da un vuelco con la entrada de Osmel Poveda, que con 36 años en sus costillas de actor, incorpora magistralmente a Carmelina, la hermana que vive en Miami y que muestra ya diferencias con las otras dos. Esta tercera hermana ya no entiende el miedo, y por otra parte ha desarrollado un pragmatismo y una capacidad para negociar propia de esta orilla. El cuarto personaje tal vez imaginario, tal vez presente, está a cargo de Jorge Ovies, un actor al que no le caben halagos en su hoja de teatro, pero hay que buscar espacio para citar una vez más sus virtudes, porque él insiste en ofrecernos una clase magistral de actuación en cada rol que interpreta. De su personaje me ahorro los elogios, sencillamente porque no le caben las definiciones, hay que verlo.

Se van las Carbonell nos habla de la ruptura de esta familia, de la tristeza por dejar atrás toda una vida de recuerdos, por separarse para siempre de los huesos de sus muertos. Pero esta obra  es mucho más. En ella se alude a la corrupción, al oportunismo de las autoridades cubanas, a la indigencia moral inducida por la miseria material, a la doble moral en la que se vive cuando el civismo pierde su valor, en fin, a uno de los momentos más oscuros de los últimos 64 años de nuestra historia.

De modo que la obra se convierte en algo mucho más importante que aquello que a todas luces parecía ser un sainete.

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