Retrato de los tigres: Sindo Pacheco, plural y chaplinesco

SindoPacheco

Sindo Pachecho durante el lanzamiento de su última novela en el Café Demetrio de Coral Gables.


Por Manuel Vázquez Portal
Cuando Sindo Pacheco lee sus textos dolorosos provoca risa. Vaya paradoja chaplinesca.  Donde se debía llorar, la gente explota en carcajadas. Sus temas rozan la tragedia pero están escritos con tal gracia que primero se ríe y luego se nos aprieta la garganta y nos viene a los ojos cierto escozor de lágrimas.
Retrato de los tigres, su más reciente novela, no escapa a ese sino misterioso. Y es que Sindo Pacheco escribe desde la vida y para la vida, sin imposturas intelectualoides. Va a las esencias sin citas pedantes. Lo que los teóricos pudieran ver como espontaneidad es rigor, sufrimiento, destino fatal de esa dificilísima búsqueda de la sencillez que Azorín pedía para la gran literatura.Sus narraciones son pulcras y tersas como la piel adolescentes, porque, en su mayor parte, están escritas desde la adolescencia misma, desde un Sindo Pacheco madurado a golpes, pero a quien no le han matado el niño que fue, que es.
El viernes 22 de mayo fui al Café Demetrio, donde, desde hace cinco años, el poeta Joaquín Galvez reúne a los compiches de la literarura en la ciudad de Miami. El Cafe Demetrio, de no ser por Joaquín, sería una esquina más de Coral Gables, pero él la ha convertido, a punta de tesón, perseverancia y entrega, en la ya tradicional Esquina de la Palabra. Pasan por ahí los escritores de todas las edades, todos los talentos, todas las tendencias literarias e ideológicas, todos los puntos cardinales de la desparramada raza errante de la literatura cubana.
Tono trepidante
Fui convocado por Retrato de los tigres, una novela contada como a largos saltos de sapos en el tiempo sin respetar mucho el canon de la progresión dramática, hecha como a “jilitos y jonrones” de un equipo de béibol maniguero en el que cada jugador tendrá un destino único e irrepetible. Pirolo, el alter ego de Sindo, que también deviene narrador es la voz de la novela. Pero para sorpresa del lector es una voz plural, en la que hasta el lector mismo está incluido.
Para José M. Fernández Pequeño, quien la presentó en sociedad, como quien presenta a una hija querida y hermosa cuando cumple 15 años, “Retrato de los tigres es una novela escrita en un tono trepidante, recreado a partir del habla popular, lo que le permite fundir tiempos, espacios y mentalidades, jugar con una intertextualidad asombrosamente vasta, auténtica por su coherencia con el mundo narrado, y asumir un realismo que no desdeña lo testimonial aunque prefiere la reelaboración íntima del tiempo histórico”. Así dijo Pequeño, otro de los grandes de esa generación de narradores cubano que tuvieron a su cargo irle quitando la rosadez a tanto realismo edulcorado y alelante que se había producido antes de que ellos levantaran la voz.
Yo fui, no porque Sindo sea mi amigo, y, hace muchos años, me diera en público un abrazo en la Fería del libro de La Habana, unos dias antes de que me condenaran a 18 años de cárcel por escribir de los temas prohibidos, cuando ya muchos no se atrevían siquiera a hecerme un guiño desde lejos. Fui porque Retrato de los tigres cuenta mi propia historia, mis propias emociones, mis propias incertidumbres adolescentes, mi propio dolor y mis alegrías en un mundo que parecía sacado de una realidad kafkiana, así de abarcadora es la novela, a tal extremo que cada lector que se acerque a ella, le parecerá que es su propia historia, su propio retrato.
Cambiar de cabeza
Y es que lo grandioso de Retrato de los tigres es precisamente ese don de pluralizarse que tiene, de ser todos a la vez, por eso quizás el narrador haya asumido “el nosotros” como voz, y con la solapada intención de burlarse del colectivismo, de la pretendida perdida de la individualidad a que fuimos sometidos.
De ello, también habló Pequeño en su presentación. Dijo Pequeño: “Es un discurso de gran originalidad y al mismo tiempo orgánicamente articulado con el de otros narradores cubanos nacidos en los años cincuenta, en especial con los registros del notable novelista tunero Guillermo Vidal. Una narración llena de ingenio y gracia en una novela con fuerte aliento trágico. Una voz que arrastra al lector línea tras línea, preso de la expectación, y tan natural que parece llegar desde la época. Como ocurre con tantos textos de Sindo Pacheco, Retrato de los tigres es una novela agraciada por la espontaneidad”.
Por supuesto, se podría añadir que el discurso narrativo y la aprehensión de la esencias humanas están articulados también con narradores universales como Mark Twain, Thomas Mann o el mismísimo Cervantes, pero sería, quizás, una pedantería que necesitaría de tantas explicaciones que estropearían la supuesta espontaneidad con que se consuma la novela. Mejor les propongo que le den una probadita a Retrato de los tigres con este breve capítulo que, a mí, me parece de los mejores.
Aquí los dejo con Cambiar de cabeza.
CAMBIAR DE CABEZA
Por Sindo Pacheco
El primer lío en la Secundaria fue con Melibea, la profe de Español. Quién diablos habría inventado la literatura para darle el premio del aburrimiento con tanto enredo del Cid Campeador. Nosotros, para darle un poco de sentido a la clase, golpeábamos el piso con los pies, rítmicamente, como si fuera una caballería, como si viviéramos en la ciudad de Burgos, como si allí estuviera el Cid Campeador, que quería vengarse por el asunto de un león, que era lo único que no estaba. Aunque se podía ir al zoológico de Sancti Spiritus y traer un león viejo que hay allí, con esa mirada triste que tienen los leones en cautiverio. Debe ser muy lamentable para un rey vivir noche y día entre barrotes.
Nos llevaron a la Dirección, nos levantaron un acta para el Expediente, que es una de las pocas cosas que hacen bien los directores, fuera de copiar gráficos y decir que la promoción fue muy buena, excelente, superior al año anterior como tiene que ser siempre todos los años. A la próxima mandaba a buscar a nuestros padres, ¿entendíamos? Dijimos que sí con la cabeza, firmamos, asustados, de allí a ir presos no faltaba nada, una reunión con los padres y para el Reformatorio, para la prisión de menores, y después para la de mayores, a podrirnos tras las rejas como el león de Sancti Spiritus, por indisciplinados, incorregibles, malas cabezas. Nosotros somos unos tipos malas cabezas. Pero nadie nos preguntó nunca qué cabeza queríamos, ni siquiera sabemos quién nos puso éstas que tenemos. Si encontráramos algunas mejores, seguramente ya la hubiésemos cambiado. Tal vez un día exista algún mercado de cabezas para la gente como nosotros que no está conforme con la suya. A nosotros nos gusta una cabeza más tonta que la nuestra, que sirva únicamente para saber el nombre y la dirección, para firmar cuando nos levanten algún acta, y para estar de acuerdo siempre con lo que piensan las demás cabezas. Con una cabeza así seríamos campesinos, agricultores, trabajando la tierra sin preocuparnos jamás por un Cid Campeador que entraba a Burgos. No sabríamos que existe una ciudad que se llame Burgos, ni siquiera sabríamos que existe una ciudad. Trabajar, comer, dormir, y mirar de noche las estrellas. Y luego conseguir una novia y llenarla de hijos cabezas huecas, que crecerán campesinos, y se casarán a su vez con algunas muchachas de similares cabezas. Los matrimonios entre cabezas huecas y cabezas llenas no fructifican. Y pueden tener hijos de ambas cabezas diferentes que se maltratan entre sí porque nunca llegan a un acuerdo. O lo que todavía es peor: un hijo mitad buena cabeza y mitad cabeza hueca, que se cree inteligente cuando piensa su mitad cabeza buena y se celebra a sí mismo con el resto de su cabeza. Un hijo así puede llegar a cometer los más increíbles disparates.
Nos levantaron el acta y durante una semana nadie se metió más con Melibea; y el Cid Campeador campeaba por su respeto y entraba a Burgos y a La Habana y a Sancti Spiritus.
Pero entonces llegó Electroaguaje, un profesor que vino a darnos Educación Laboral, Electricidad, y Circuitos, y cuando tomaba la tiza entre el índice y el pulgar para poner la fecha hacía cincuenta movimientos de muñeca, y cuando terminaba de explicar y preguntaba si entendíamos, decíamos que no, porque era verdad que no entendíamos, y después de preguntarlo como cinco veces y oír que le decíamos que no, y tener que repetir lo que había dicho y decirle que no, y volver a repetir, parece que se cansó de preguntar, y nosotros levantamos la mano, todos al mismo tiempo.
¿Qué ocurría?
—Nada, profe, que no entendemos.
¿Qué parte no entendíamos?
—Nada, profe, no entendemos nada, ni siquiera entendemos que no entendemos, y a veces nos parece entender.
Y Electroaguaje explotó y los cabecillas fuimos a parar a la Dirección.
—¿Otra vez aquí…? —exclamó el director, que seguramente estaba dándole los últimos retoques a algún acta.
Otra vez allí, pero no éramos reincidentes. Podía preguntarle al que quisiera, a Melibea o al Cid Campeador. Esta vez era diferente, director, viera, se fijara, estábamos allí por no entender, por brutos no más.
Y ahora era él quién no entendía, como si de pronto fuera un cabeza hueca como nosotros. No entendíamos la clase y el director no entendía por qué no entendíamos, lo cual era bastante difícil de entender.
—Yo lo único que entiendo es que ustedes no quieren entender —dijo, como si entender fuera un acto voluntario.
—Uno entiende o no entiende porque sí y no porque uno quiera, director.
Y eso último tampoco quiso entenderlo. Y decidió levantarnos otra acta y mandar a buscar a nuestros padres. Nadie quiso preguntarnos si entendíamos esa decisión, pero juramos portarnos bien. El director redactó un juramento donde decía todo lo malvados que habíamos sido hasta ahora, y lo arrepentidos que estábamos, y firmamos y nos comprometimos, con lágrimas en los ojos, y nos fuimos olvidando del Cid, y de Melibea y Electroaguaje porque así de pronto nos fijamos que en el aula estaba Ella, un Sol, un resplandor que nunca habíamos visto como si de pronto el Sol hubiera entrado allí a calentarnos, a quemarnos, a encandilarnos de tal modo que estábamos todo el tiempo con los ojos cerrados, mirando a través de las pestañas. Nosotros somos unos tipos que no nos importan las novias. Habíamos tenido unas cuantas, pero no les hacíamos caso ni les prestábamos atención como debe ser uno con las mujeres para que luego no se imaginen que nos morimos por ellas. Lo de nosotros era salir con nosotros, vagabundear, ir a la cervecera y tomarnos unas cuantas jarras de cerveza fría, espumosa, y luego ir al Gallito y echarnos unos tragos de ron, o de menta, o de anís o crema café, o un pomo de alcohol de noventa grados que venden en la farmacia. Un día descubrieron que la gente se estaba bebiendo el alcohol de noventa que venía para inyectar a los enfermos, o curar las heridas y empezaron a mezclarlo con rojo aseptil y con timerosal pensando que así nadie lo iba a tomar, y cogíamos una borrachera roja y aseptílica que nos daba por cantar hasta las tres de la mañana, sin que tuviéramos ningún motivo para hacerlo.
En fin, que nunca nos importaron las novias hasta que vimos a Ella, al Sol, o más bien la Luna, lo único que era una luna brillosa, del color de la miel de abejas, Virgencita. Al principio solo se trataba de su pelo recogido con una hebilla y un pedazo de la nuca donde apoyábamos los ojos como un astrónomo que vislumbra un nuevo astro, hasta que un día giró la cabeza y vimos una parte de su cara con la cual imaginamos la cara oculta de la luna, y regresamos a la casa temblando y nos paramos ante el viejo espejo de la familia, y el espejo habló: no éramos tan feos nada, ni tan desgraciados, en realidad podíamos pelarnos un poco, y afeitarnos aquella sombra que teníamos donde debía salir el bigote, y cepillarnos los dientes, y llegarnos al dentista y empastarnos todas las caries y hacernos una profilaxis y una limpieza, y enjabonarnos bien, y estregarnos, y peinarnos, y buscáramos la forma de conseguir un pantalón nuevo, y una camisa, y unos zapatos y entonces podía decirse que éramos tipos bien parecidos, que podíamos llegar a la escuela, y hablarle, y resistir aquella cosa que tenían sus ojos.
—Pero no podemos hablarle, señor Espejo.
—¿Por qué no…?
—No sé, se nos traba una cosa aquí, en la garganta, ¿a usted nunca le ha pasado eso?
—No, nunca, qué cosas se le ocurren, pero esté tranquilo. Eso siempre pasa las primeras veces. Confíe en usted. Sea valiente.
—También hay otro problema…
—¿Cuál problema…?
—Vea, somos bastante orejones, y el pelo no se nos amolda, y tenemos los dientes un poco botados. Algunas veces nos da pena reírnos mucho…
—Eso no es problema. Todos tenemos algún defecto, hasta yo. Los defectos son cosas que nos identifican, que nos hacen diferentes. Váyase tranquilo, y ríase todo lo que quiera. La risa es un buen remedio para el corazón.
—Es que…, existe otra dificultad, señor Espejo.
—¿Otra más…?
—Sí… Yo creo que vamos a tener líos con las muchachas.
—¿Con las muchachas…?
—Sí.
—¿Por qué razón?
—Porque quizás no le… Bueno, el asunto es que no nos crece.
—¿Qué cosa?
—Eso…
—¿El qué…?
—La pinga, Espejo, mire para que vea.
—Está bien así, ¿qué es lo que quiere? ¿No le crece cuando se empina?
—¿Cuando qué…?
—¿Cuando… se pone erecta?
—¿Cuando se para? Claro. Quiere que me la pare.
—No, no, no hace falta.
—Cuando se para nos crece un poco, pero todos los días la miramos y está igual. No la vemos crecer.
—No se preocupe. Mastúrbese diariamente, y váyase por ahí por los campos, y relaciónese con los animales, chivas, puercas, carneras (dicen que las carneras son muy buenas), y verá cómo le…; perdón, qué cosas estoy hablando, por Dios, usted no tiene que pensar en eso ahora, vaya a ver a su chica y olvídese del sexo, cabrón muchacho, lo que usted está sintiendo es otra cosa más importante y más grandiosa y más bella. ¡Carajo, ni usted mismo sabe qué le pasa!
—Sí, señor Espejo, muchas gracias.
Y nos acercamos a Ella. Y un día en el receso le preguntamos qué hacía la luna por acá, tan llena y tan menguante, y la luna sonrió. Y al día siguiente empezamos a darle vueltas como si ella, la luna, tuviera a su vez otro satélite. Éramos eso: satélite de la luna. Y la invitamos a formar un eclipse total de todos los astros a la vez porque empezó a dolernos la idea de perder la luna, y quedarnos vacíos en el espacio sideral, sin menguantes ni crecientes como estábamos antes, y volver a ser indisciplinados. Ya no faltábamos a la escuela, ni molestábamos a los profesores ni hablábamos con nadie, solamente mirar a la luna, que tenía dos lagos profundos, del color de las avellanas, redondos como nueces, brillosos como espejos: queremos hablar contigo, avellana estupenda, pedazo central del universo, somos cabeza hueca, pero fíjate bien, que tenemos bueno el corazón, y que tú eres como la luz, como el sentido de un soplo divino que puede llenar nuestra cabeza. Por ti somos capaces de estudiar, de aprender, de soñar, de fumarnos tres cajas de cigarros, tomarnos dos botella de ron, y hasta un pomo de alcohol 90 sin siquiera pestañear. Solamente nos hace falta una palabra, una sílaba, dos letras, una consonante y una vocal. Pronuncia esa mágica palabra y el mundo también será diferente, y ella lo pensó un día y dos y tres, hasta que por fin abrió los labios y dijo la palabra que estremeció a la escuela, a los árboles, al espacio sideral, al universo, como si todo estuviera naciendo de sus labios. Y empezamos a estudiar, a salir bien en las pruebas, a cambiar de cabeza, a saludar a los viejos, a las personas mayores, a dar el asiento a las viejitas en todas las guaguas del país, a hacernos pajas, a templar chivas, puercas y carneras, y cerramos el trimestre con buenas notas: felicidades, dijo el director, yo sabía que iban a cambiar, nuestro sistema educacional es de los mejores del mundo, nos sentimos orgullosos de ustedes porque para nosotros no hay nada más importante que un niño, ustedes son el futuro de la patria, el futuro del país, el futuro del futuro…; y creíamos que sí, que era verdad, que todo era verdad, que se podía creer en palabras de directores.

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