Silvia Corbelle, una manera de no morir

Por Orlando Luis Pardo Lazo

A Silvia yo no le digo Silvia, sino Salvi.

Me enseñó algunos secretos del Sistema Solar, que no está formado por planetas, por supuesto, sino por árboles imaginarios. Árboles y cadáveres, cadárboles.

Me prestó una cámara durante años. Nunca se la devolví. O se la devolví destruida. Mejor así. A Salvi no le hacía falta una cámara. Precisamente por eso es que ella es la fotógrafa y no yo. Porque se inventó una manera de mirar, que en un caso es una manera de mover, que en su caso es una manera de no morir. Un milagro mínimo. Minino…

Salvi me enseñó que existían los gatos y que ellos eran la única especie verdaderamente humana del universo. O divina, según se crea o no en el Miau Absoluto o el Gativerso.

Los dos fuimos hijos de Gia, que es la Tierra y es el Amor, y vino a nosotros un año impar, con sus labios góticos y sus bigotes de hembrita fina, y ya con sus tres tristes gatatos en su vientre de virgen, y que ahora está enterrada en un patio de tierra en Lawton, en la casita de madera que ya nunca volveré a ver, porque ya no quiero volver a ver nunca a Cuba, porque ya no quiero volver a ver a nadie ni a nada que aún deshabite en La Habana.

Esa enfermedad exasperante

Salvi fue la que me pegó o acaso me recordó esa enfermedad exasperante: no creer en la materialidad de la Cuba de Castro (sólo el espíritu es material, sólo los píxeles son sólidos). Salvi me enseñó que el castrismo no era verdad, porque el castrismo éramos nosotros. De manera que la única solución sería sustraernos. No me intenten entender. Yo no me estoy intentando explicar.

Salvi tiene todavía 19 años, como en noviembre de 2003, cuando la conocí bajo la luz mortecina de la Calle G: una niña desasosegada porque ya no quería envejecer más. Y sigue desasosegada. Y sigue sin envejecer. Como un personaje malo de Martí, probablemente sacado de La Edad de Horror.

Poner una cámara entre ella y Cuba es su manera de viajar, de no estar más allí. Es tan fea Cuba. Son tan tristes los cubanos. Si la cámara fuera una metralleta, no dudaríamos ni por un instante en disparar y disparar. Salvi y yo somos dos asesinos en serie y ese odio benevolente fue lo que nos unió. El espanto. La inutilidad de la virtud.

Las fotos de Salvi son alefs. Nunca se terminan de mirar. Te marean esos laberintos. Te dan la vuelta. Cómo ella logra sacar toda esa vida imaginaria en un país tan inimaginable como Cuba, es un misterio que desconozco y que me fascina desconocer. Sospecho que Salvi es una exiliada extrema, al contrario que yo, que he tenido que venir desde mis Estados Unidos de La Habana para poder encontrarme con Cuba en paz a ras de Alaska, o de Miami (esa otra Alaska terminal).

A Salvi yo no le digo Salvi, sino en realidad, Salvatati.

Tal como ella ha sido desterrada desde niña de su Sistema Solar Arbóreo, así yo he sido desterrado de sus fotos hasta que Gia llame mi alma a su lado. Hace mil y una fotos que estoy desterrado de su fotografía y no pienso volver a sumirme en esa mudez líquida de luz.

Ahora te toca a ti amar su mirada sin cámara.

 

 

 

 

 

 

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