Tiempo de Fresco

Por Gerardo Fernández Fe

Hay una foto no muy conocida de Robert Frank titulada Astor Place, fechada en New York, en 1948, en la que aparece un hombre con cigarro, traje y sombrero, que pasa, casi que sale del marco, continúa su paso hacia la derecha, puede decirse que desaparece…

Al fondo se erige -grandiosa para la época- la fachada de un centro comercial en donde, sobre bambalinas, un grupo de obreros pretende colocar un cartel publicitario. Las cuerdas que sobran de los andamios cuelgan; sobran y por lo tanto cuelgan. Creo adivinar que en vez de ocuparse de su trabajo, hay al menos un hombrecito de camisa clara que nos observa.

Esta es una foto con mucho movimiento, como las del viejo Lartigue.

En la parte baja del edificio han abierto algunos establecimientos. Haircut, uno, Pipe shop, el otro. Tras el humo dejado por un auto que también desaparece, puede leerse Havana cigars, una tienda donde trabaja -y este puede ser el comienzo de un relato- el primer personaje: un ser obsesionado por el paso del tiempo.

Cosa curiosa: el sitio web de la casa Christie’s, coloca a la venta una foto del mismo autor y con idéntico título, aunque fechada en 1950, ¡dos años más tarde!

En esta segunda imagen hay menos movimiento. El ángulo varía ligeramente: Frank se ha acercado y se ha situado algo más al centro del objeto. Pero, ¿cómo explicar que las bambalinas de los obreros estén a la misma altura dos años después? ¿Y esas cuerdas que cuelgan y que todavía se balancean?

Al fondo del edificio -¡en ambas fotos!- vemos el lateral de otro más alto, y en él, las agujas de un reloj que marcan la misma hora. Son las tres y cinco de la tarde.

¿Entonces? ¿Un error del comisario de la casa Christie’s? ¿Acaso un desliz del mismo autor? ¿Quién miente? ¿Quién pasa por alto el peso que puede significar veinticuatro meses en la vida de un individuo?

¿Y qué hay de aquel empleado que en la foto de 1948 trabajaba en Havana cigars, que olía a Old Spice en las mañanas, que llegaba a casa con un marcado olor a tabaco en su saco y en su pantalón color negro fatigado? ¿Conservará todavía su empleo o para esa fecha su existencia se moverá en zigzag entre la cordura matrimonial y el infierno embrollado del alcohol?

Curiosamente, ninguna de estas dos fotos de Robert Frank fue incluida en ese álbum medular sobre la vida de una nación, sobre su tempo y sus angustias, sus símbolos y sus fantasmas, que fue The Americans, publicado en París en 1958 y un año más tarde en los Estados Unidos.

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He estado pensando en la relación entre la fotografía y el tiempo al observar una de las fotos urbanas de Darío Fresco (La Habana, 1975), en la que un hombre de cuello y corbata corre en el sentido contrario al que avanza uno de esos elefantes de tamaño natural, hecho de latón o de algún material sintético, con que últimamente han sido decorados ciertos espacios públicos en las grandes ciudades.

Certera foto, pues. De matices punzantes, sobre todo el de ese color negro impoluto, imponente.

No se miran a los ojos. Vale más la prisa, la premura con que se desenvuelven, lo contraproducente de un encuentro entre un hombre atribulado por las metas de su presente, que corre pues se le acaba el tiempo, que cree no llegar a cumplir las metas estajanovistas que hoy nos trazamos para acceder a la Felicidad, y esa otra pesada bestia, anacrónica, fuera de lugar, que representa ese inmenso elefante, ya sea de plástico o de bronce o de papier marché.

(En agosto de 2013, en un artículo sobre el bajísimo índice de natalidad en Singapur, un joven llamado Chan Luo Er defendía la opción de no aceptar el modelo de las 5C que la sociedad les había impuesto: Cash, Car, Condo, Country Club y Credit Card; urgencias a las que, a todas luces, han sucumbido los personajes de una serie de fotos de Darío Fresco tomadas al pie de los bancos y las grandes empresas de una urbe moderna. Que en este caso es Toronto, donde el fotógrafo reside, pero que pudiera ser también Abu Dhabi o Ciudad de Singapur. O whatever -como dicen con desenvoltura algunos cubanos de Miami).

Hay una fotografía de Fresco que es urbana y a color, y otra que se antoja más conceptual, de espacios cerrados, que martillea sobre la soledad y los furores humanos; pero la que me ha hecho alargar el dedo índice es la foto de Darío Fresco sobre el tiempo.

Corbata desfigurada por el viento, pie derecho que huye de la fijeza, que se vuelve flou, impreciso; rostro atribulado por la premura y por otras martingalas de la existencia… Tics que se repiten en otras de sus fotos: la concentración de un funcionario que ha salido a fumar, recostado ahora a una de las columnas exteriores del edificio; o la uniformidad con la que dos colegas se conducen dentro del lobby, celulares al oído, mientras la cámara los atisba desde afuera, les da caza a través de los cristales.

Son fotos que se inscriben en una especie de serie consagrada al traje y a la corbata, a la apología al trabajo, al rigor y al acatamiento del tiempo, de los cuales la fotografía norteamericana no ha sido ajena, como lo ilustra una pieza del mismo Robert Frank que lleva por título London bankers, de 1951, o una de ese mismo año titulada Home from work, tomada en Nueva York por el ojo y la cámara del checo Bedrich Grunzweig; u otra más, del recién fallecido Saul Leiter, tomada en esa misma ciudad, aunque en 1948, en la que tres sombreros negros transitan con sus correspondientes dueños, más sobrero y traje y hasta gafas oscuras que existencia misma.

(¿Y el hombre del relato que habíamos ideado a partir de la foto de Robert Frank? Como en 1948 se trataba ya de un hombre maduro, el empleado de Havana cigars no está con nosotros. Ha muerto. Ni siquiera sus nietos lo recuerdan. Tanto preocuparse por el tiempo para que ahora ya nadie sepa quién fue. Su apartamento en Cypress Hills pasó en su momento a nuevas manos; por lo pronto lo habitan personas de otras costumbres que hablan una extraña lengua).

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Observamos al personaje de la foto de Darío Fresco que trota sobre la acera sin siquiera percatarse de que frente a su nariz ha aparecido un gigantesco elefante negro mate.

Corre, no quiere llegar tarde al trabajo. Esta mañana ha despertado sobresaltado. Tuvo un sueño en el que moría: era observado por un fotógrafo, sabía que alguna huella -al menos una foto suya- quedaría tras su paso por este mundo; y si bien no tenía hijos ni auto ni casa propia, todavía no era tiempo de morir.

Por eso corre: corrió en el sueño, para huir de la muerte; y ahora corre para no llegar tarde al trabajo. Y porque hay que ser serio, pues.

En Flagler St, abril 2014

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