Cosas que viví en La Habana: La muerte del abuelo Ernesto

GuevaraLynch

Ernesto Guevara Lynch con Juan Martín Guevara de la Serna en brazos, y Ernesto Guevara, el Che, junto a otros familiares.

Por Martín Guevara*

Las bodas en Cuba generalmente se celebraban yendo a la casa de uno de los recién casados y armando una fiesta con suficiente comida y bebida para que nadie se fuese de regreso a su hogar con hambre, con sed, ni criticando el surtido.

Así era la boda de María y Oscar, solo que con sutiles aderezos de buen gusto adicionales, como canapés de finos patés o huevas de pescado, arenques, anchoas aceitunas, en fin lo que se pudiese hallar en las tiendas de comida en dólares. La música para el baile, por ejemplo, se la habían ahorrado. Había música ambiental y cada uno estaba sentado en un sitio hablando sus cosas. En las fiestas yo solía ser sociable y gregario, y por lo general cuando aparecía el primer trago me convertía casi hasta en chistoso, amiguísimo de cualquiera que quisiera pasar un rato conmigo vaciando botellas, al contrario que en las épocas de abstinencia que me convertía en un ser huraño, huidizo de las aglomeraciones, poco amigo de los abrazos y los grupos de más de dos personas.

Un torrente de lágrimas

En la parte gregaria había un momento en que pasaba la puesta a punto, antes de perder la noción del espacio y del tiempo, hostil, agresivo, desagradable. Estaba entrando en ese estado cuando el padre de Mariana, entró a la habitación donde yo trataba de mantener una conversación con ella, balbuceando ideas dispersas, y me dijo que tenía una cosa importante que decirme. Le pidió a Mariana que le hiciese un sitio al lado mío donde se sentó y me dijo:

-Martín, tu abuelo Ernesto ha muerto.

Escuché las palabras de Gabriel y en medio de la melopea que tenía, sentí un latigazo, un llamado de más allá de aquella fiesta, de más allá del cuerpo aún caliente de mi abuelo, más allá de las sensaciones, de las personas, del amor y del odio. Sentí una llamada de mi niñez, intacta que no había sido casi vivida de otro modo, no había partido hacia ningún sitio desde su pedestal. Sentí el tirón del viejo niño Martín en mis pantalones, entonces entendí que me estaban diciendo que nunca más vería las canas de mi abuelo, sus grandes ojos y manos, acompañando la conversación de su voz con los ademanes propios de un caballero pintoresco nacido en Buenos Aires el mismo año que comenzó el siglo XX. El impostor “tío” Ernesto que prefería morir tres meses después de su derrame cerebral antes que perder para siempre su interés en las mujeres.

Me sumí en un llanto sostenido, sollozante, con un torrente de lágrimas, no sé si había llorado tanto alguna vez, y casi seguro si el abuelo lo hubiese podido ver, me preguntaría si realmente todo eso era en honor a él, a lo que yo le tendría que responder dos veces. Una diciendo que sí, porque significó mucho para mí, y que no, porque en aquel llanto estaba también congregado lo que provenía del ámbito que él había contribuido activamente a propiciar, que no era poco. Todo ello acrecentado por la sensibilidad torpe, atropellada. pero profunda a la vez, a que me conducía el alcohol.

En aquella fiesta de abril de 1987 había gente que me recomendó no ir esa misma noche al velatorio. Me empeciné en que debía ir, debía estar allí y presentar mis respetos, me decían  que en el estado en que estaba era mejor que me quedase en el final de la fiesta de la boda de Omar y María.

En la funeraria de Línea

Al final ganó mi persistencia y el marido de Ruth, una amiga de mi padre y del padre de mi novia Mariana, que era la hermana de María, la novia de la boda. me llevó hasta la funeraria de Línea. Le dio un rodeo con el coche y al ver que había banderas y un grupo nutrido de personas en la entrada y por los alrededores, me volvió a sugerir que no entrase.

Le agradecí y me bajé allí, y cuando fui a subir las escaleras me agarraron dos personas y me llevaron consigo a un banco del parque que hay frente a la funeraria, eran mis primos Pedro y Juan. Llevaba mucho tiempo sin verlos y tardé un instante en reconocerlos, me dijeron que esperaban que llegase Raúl o incluso Fidel y que no era bueno que estuviese en esas condiciones adentro. Entonces les dije que quería declamar unos versos de despedida. Al final se sumaron otros dos primos a sujetarme, porque no terminaba de entender qué tenía que ver una cosa con la otra. Hasta que cedí cuando me dijeron que les dirían a todos que yo había ido, pero que no me aconsejaron no entrar. Juan  nos llevó a Mariana y a mí a la Siberia, en el reparto Alamar.

En parte estoy agradecido de no haber visto su cadáver. Al día siguiente fui a su entierro en el Panteón de los Héroes en el Cementerio Colón, con unas gafas oscuras que cubrían mis ojos hinchados por la resaca. Fidel no fue. Su hermano Raúl dio un discurso típico para esos casos, saludó a cada uno de nosotros y mi primo Roberto me llevó a su casa en su coche. Quería que le contase lo de la noche anterior. Le dije que, por supuesto, había ido y que estaba beodo, pero que no me dejaron entrar y tampoco puse demasiada resistencia.

Fue buena idea -me dijo.

Y aún hoy me pregunto con qué autoridad todos ellos me impidieron velarlo, si yo había sido junto a Rosario, el único nieto al cual cuando era niño, cada vez que me despedía me daba un billete de 10 o incluso de 20 pesos.

*Vivió como refugiado en Cuba por 12 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España. Su libro testimonial A la sombra de un mito (2014), que recoge la experiencia cubana y los influjos de la imagen de su célebre tío guerrillero, Ernesto Che Guevara, se presentó este verano en Miami y otras ciudades de Estados Unidos.

CATEGORÍAS

COMENTARIOS