Azucar, bolita y guayabas: una crónica pendiente de Antonio Conte

Estampas de la república: bolita y sabor cubano.

Estampas de la república: bolita y sabor cubano.

Por Wilfredo Cancio Isla

Por estos días se cumplió un año de la muerte de Antonio Conte, amigo entrañable, poeta y novelista notable, y periodista de recia estirpe.

Conte, que fue un entusiasta colaborador de CaféFuerte desde los comienzos del proyecto, nos había enviado varias colaboraciones antes de morir de un ataque al corazón en Miami, el 31 de julio del 2012. Una de esas contribuciones pendientes estamos publicándola ahora, en memoria del colega desaparecido a los 68 años.

A raíz de su muerte, algunos de antiguos amigos en Cuba publicaron despedidas con ciertas alusiones y conclusiones inciertas sobre los últimos días y las posiciones de Conte respecto al régimen cubano. Me ahorro los ilustres nombres, pero guardo numerosos correos electrónicos en los que Conte aludía a la conducta cívica de ellos con la filosa ironía que lo caracterizaba. Tal vez sea más oportuno emplearlos el día que alguien se decida a emprender un estudio sobre el escritor y a poner las cosas como son frente a la mentira que siguen esgrimiendo la cultura oficial cubana y sus personeros para manipular a su conveniencia la memoria de los muertos, que ya no pueden defenderse.

Solo me gustaría reproducir uno de esos intercambios respecto a las transformaciones emprendidas por el régimen de Raúl Castro, y que destapaban por entonces entusiastas elogios en ciertos sectores cubanos: “Desde el tiempo de la corneta no creo absolutamente en nada de lo que el gobierno lanza al aire a través de los mecanismos que tiene para tupir a sus amigos y encabronar a sus enemigos que, tristemente, bailan también al son que tocan en La Habana. Ahora son los cambios. ¡Qué cambios ni un carajo! Todo lo que se emprende no tiene otro fin que continuar dándole la vueta a la manzana, al compás del cuento de la buena pipa. Cuba es ficción pura, no existe, sólo que no queremos aceptarlo, y por eso seguimos, como decía mamá, en la misma tonadilla malanga amarilla. Todos, tirios, guananameros y la gente de Calimete. Malos, buenos y peores. Parece que todavía estamos en 1959. Abrazo”.

A propósito de la deliciosa crónica que publicamos a continuación, Conte nos la adelantó con la siguiente presentación:

“Tal vez los lectores de CafèFuerte pasen un ratico risueño. Se lo merecen. Tendremos que volver a vernos. La pasamos de rechupete en casa de Pepe, y aunque me dio otro patatús el mes pasado (no creo que aguante otro más) vivimos una noche armónica, a pesar del único fricandó que ha soplado este año. Abrazo, El Niño”.

Gracias, Conte, por tu magisterio y por tu invariable amistad de siempre.

LA BOLITA Y LAS GUAYABAS DE BREZHNEV

Por Antonio Conte

Azúcar y bolita andan juntas desde muy lejos. Una endulzando el café, la leche, el café con leche, la natilla y el majarete. La otra, las carteras y los bolsillos de los afortunados. La bola se jugaba a domicilio y en las vidrieras de apuntación, timbiriches montados dentro de un negocio: cafetería, fonda, licorera.

La vidriera era un pequeño bazar levantado en el ángulo recto que formaban una calle y la otra: la esquina; Consulado y Virtudes, Animas y Crespo, Trocadero y Consulado, Galiano y San Miguel, Industria y Bernal, donde estaba Corbon Bar. La dependienta Ofelia, dentro de la vidriera, vendía manillas de relojes y billeteras de cuero, sortijas con pedruscos falsos, africanas y peters de chocolate a dos kilos, bombones (besitos) a centavo, caramelos redondos conocidos como salvavidas (si no tiene hoyos no es salvavidas. ¿Oyó?); llaveros, adornos para el pelo, tacones de zapatos, peines, peinetas, raspaduras, dulces de coco, blanco y prieto, rompequijás, fósforos, cigarros, tabacos. Y recibiendo las apuestas de la bolita, que era lo principal.

Se apuntaba un níquel (cinco centavos), la moneda fraccionaria que seguía en valor al kilo prieto americano. El níquel también era americano. Por una cara el indio, por la otra el capitolio de Washington. El cubano, conocido como medio, llevaba impresa la estrella y el escudo. Kilo prieto, níquel, real cara de Roosevelt, quarter, dólar de papel y plata circulaban libremente. La peseta o pecuña, de producción nacional, valía veinte centavos.

Un níquel en la vidriera

A la bola se le apostaba un níquel en la vidriera, y si se acertaba el punto se iba a la cama con un peso 25 centavos. Con ese dinero se almorzaba al otro día un bisté de palomilla desbordado de papas fritas obesas y una coca cola, por 75 centavos, en Corbon Bar. Con los cincuenta que sobraban, al cine a ver a Rita Hayworth en La Dama de Shanghai, del maestro Orson Welles, o a Tony Curtis, Burt Lancaster y Gina Lollobrigida en Trapecio, del no menos maestro Carol Reed. Y quedaban treinta kilos para una paleta de limón San Bernardo, un pan con bacalao, tres bollos de carita para el amanezco. Y todavía alcanzaba para una frita nocturnal.

Nunca rindió tanto el dinero. Muchos maridos, antes de irse al curralo dejaban sobre la mesa de noche un peso, suficiente para que la señora de la casa preparara un almuerzo de leyenda, con pase para la comida de ella, el marido y los muchachos. Si se acertaba un parlé, dos números, entonces se hacía zafra. La frase “ligó el parlé” hizo época. Llevarse a una buena hembra al lecho, recibir un aumento en el trabajo, o encontrar en la acera un billete de diez pesos con la cara del Padre de la Patria era ligar un parlé. Había que adivinar los dos números: 16-48 ó 26-47. Entonces el billete corría, y largo.

A veces, a la tirada de la bolita le antecedía un verso dictado por el banquero. Anda sobre rieles y pita. Unos apuntaban al 91, que es tranvía. El banquero tiraba la bola 47, que es pájaro, que anda sobre los rieles, pero no pita, aunque come pan de pita. ¿O se refería a otro pájaro? El verso era engañoso, turbia metáfora. Ahí está el clásico, vivito y coleando: Animal que camina por el techo y no rompe el tejado. Los bobos apuntaban al 4, gato. Y el banco tiraba el 9, elefante. Muchos hacían diana.

Había trampa surrealista en los versos, porque la bola se jugaba casi siempre a partir del azar de los sueños, de acuerdo a la persona, animal o cosa que apareciera cuando Morfeo trabajaba. Si colgaba de un perchero la luna llena, menguante o creciente, se jugaba el 17; si llegaba la abuela ñámpiti a visitarnos en la mansión onírica, montada en una bicicleta Niágara, se apuntaba un níquel al 8, muerto, o al 52, bicicleta. Los estudiosos casi siempre daban pie con bola, duchos en el relajo y la mentira de la banca, que no andaba tan descabellada metiendo guayabas, cuya acepción cubana es paquete, mentira.

Guayabas para Brezhnev

Durante su visita a Cuba, dicen los que lo vieron, Leonid Ilich Brezhnev fue atacado por un chiflido despiadado cuando visitaba una vaquería en Habana campo. El ruso hacía aguas y un escolta salió volando a su casa donde tenía una mata de guayaba. Arrancó dos, verdecitas y las puso en las manos del ayudante del soviet, explicándole de qué se trataba. Olían a paraíso. Leonidas dio nariz y preguntó qué era eso. El ayudante le dijo que la fruta controlaba la cagueta, pero el primer secretario no tragó. Preguntó cómo se llamaba, y el dueño de las guayabas dijo el nombre, que Brezhnev repitió en ruso a manera de pregunta: ¿Guaivof, Guaivof? Pero el secretario del PCUS, que era un camaján de tiempo completo, y tal vez intuyó que le estaban metiendo una guayaba para engatusarlo, le dijo al ayudante, en ruso, por supuesto: “Deja deja, que cuando el mal es de chiflar no valen guayaivafs verdes”.

Los bancos más importantes eran Castillo, Campanario y La China, envueltos los tres en el misterio, como las bolas que lanzaban cada noche. Nadie los vio nunca, salvo la familia. El juego estaba prohibido. Banqueros, apuntadores de vidriera, y los que recogían a domicilio los números de la charada (listeros), le pasaban al policía del barrio cierta magua que iba a parar a manos del oficial delegado de la zona, encargado de repartir su tajada a los subalternos, quedándose él con la mayor parte de la mogolla.

Los banqueros contribuían con la república tocando con limón a personajes de los pisos intermedios del edificio nacional, que les garantizaban protección a la hora de cualquier zafarrancho. Los favores se pagaban dictando por teléfono o telegrama los números ganadores, no de los terminales, sino del parlé y la centena. “Juanito llega 6 y 20, avisar a tía Panchita en Benjumeda 526″.

Con el tiempo y una peineta se acabaron el azúcar y la bolita, aunque el cubano, que no se desploma, le sigue dando en la costura a la charada, otra manera de capear el chaparrón, aunque los banqueros andan más escondidos que ayer, porque si los agarran en el brinco les rompen las bolas y las guayabas.

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