Carlos Victoria en mi Día de las Madres

Carlos Victoria en mi Día de las Madres
El escritor Carlos Victoria (1950-2007).

Por Ivette Leyva Martínez

Cada segundo domingo de mayo el teléfono timbraba en la mañana, para la felicitación cariñosa y ritual por el Día de las Madres. “Ese es Carlitos”, adivinaba yo, y conversábamos un rato, intercambiando a menudo sobre las escasas novedades del ambiente literario local.

Cuando conocí a Carlos Victoria yo tenía 26 años y él 49. Llegó al noroeste de Miami para ser entrevistado por una estudiante desorientada y sin auto que debía cumplir con su trabajo final de maestría. Ya había publicado cinco de los siete títulos que produjo en vida, el primero apenas a los 42 años.

La voz de Carlos me ha acompañado nuevamente estas noches, tras decidirme a revisar la grabación de aquella entrevista realizada hace 15 años. Lo he escuchado rememorar con serenidad sus desventuras en Cuba: su expulsión de la Universidad de La Habana por “problemas ideológicos”, el confinamiento a un aserradero en Camagüey entre 1971 y 1980, y su encarcelamiento de tres meses a raíz del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, en 1978.

El tono es incluso resignado y apenas varía, excepto cuando ríe al contar que tras la expulsión universitaria se leyó los siete tomos de En busca del tiempo perdido en apenas un mes y medio. La risa hacía resplandecer el rostro de Carlos, casi siempre atajado por sombras.

Suena mortificado cuando recuerda su detención en Camagüey en 1978, y cómo al cabo de cuatro días logró que sus captores lo llevaran a su casa para estar presente durante la confiscación de libros y documentos.

“Les dije que era un homicidio hacer el registro sin mi mamá saber dónde yo estaba”, recordó. “[A ella] Le inventé un cuento de que me iba a ir para Angola, de que me había ganado un premio, un cosa completamente absurda que ni siquiera mi madre, con las limitaciones mentales que tiene para entender la realidad, se lo creyó por un momento”.

Estrella había sido madre soltera y desde joven padecía de esquizofrenia. Quizás marcada por ese episodio, durante el resto de su vida siempre temió que Carlos fuera secuestrado; el escritor la llamaba con frecuencia para asegurarle que estaba bien.

El afán de proteger a su mamá definió su rutina diaria y marcó también su obra. En su relato “Hijos” (El salón del ciego, 2004), el protagonista, obrero de un aserradero, se entera de que un silencioso compañero de trabajo tiene al igual que él una madre con problemas mentales y se obsesiona con averiguar dónde viven ambos.

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Carlos Victoria el día que lo entrevisté, 16 de agosto de 1999. Foto: Ivette Leyva.

Al cuidado de su madre

Carlos trabajaba como editor en El Nuevo Herald desde 1989 y vivía modestamente en un apartamento de Miami Lakes, casi como un monje, dedicado al cuidado de su madre. Ambos salieron juntos durante el éxodo del Mariel, cuando Estrella fue escupida y atacada con huevos por las turbas, una ignominia que él no perdonaba.

Durante la época en que lo conocí, Carlos salía escasamente de su casa, donde escribía a mano cuartillas que luego pasaba en limpio, en horas libres, en la computadora del periódico.  Sus escasas salidas consistían en ir al cine –para ver varias películas a la vez- y visitar amigos. Atesoraba una enorme colección de videos y amaba el rock y la música clásica.

Nuestra amistad comenzó durante mi investigación sobre la vida de su gran amigo Guillermo Rosales (1946-1993). Carlos fue mi lazarillo durante esos meses hurgando a ciegas en el pasado. Coincidimos y conversamos muchas veces, pero pocas salimos juntos.

Una de esas salidas fue junto a Leyma, la hermana de Rosales. Los tres recorrimos la Pequeña Habana, ubicando los sitios donde el escritor había vivido sus últimos años. Carlitos caminaba encorvado, a menudo con las manos en los bolsillos de sus viejos jeans.

Esa mañana lo recuerdo grave, atormentado por los recuerdos del amigo que durante meses lo llamó a la misma hora para anunciarle su suicidio. Se detuvo en algunas esquinas para unas bocanadas de cigarro, como queriendo exhalar el peso de los recuerdos.

A la gestión de Carlos Victoria se debe la traducción de Boarding Home al francés –de la mano de Lilianne Hasson, apareció bajo el título de Mon ange por la editorial Actes Sud en 2002- y también la reedición en español bajo el sello de Siruela, titulada La casa de los náufragos. Carlos fraguó una amistad con Leyma y con Delia, la madre de Rosales, a quienes visitó varias veces hasta el final de su vida.

Nos vimos por última vez una noche, en las afueras de la Casa Bacardí; no sé ya a qué asistimos, pero  recuerdo que conversamos un rato a la salida, en la penumbra. Carlitos, con las manos en los bolsillos, me contó que no lograba avanzar en un proyecto de novela, varias veces abandonado y retomado. Su madre, el eje de su vida cotidiana, ya había fallecido.

José Antonio Évora, amigo y albacea, recuerda que Carlos le confesó tras sepultar a Estrella: “He cumplido mi misión en la vida: cuidar a mi madre y escribir un poco”.

Última conversación

Alrededor de una semana antes de quitarse la vida llamó a mi casa. Tengo la certeza ahora de que comenzaba a despedirse de sus amigos, pero no presté suficiente atención a esa última conversación. Creo recordar -porque la memoria a veces absuelve- que me habló una vez más de lo adolorido que estaba aún, meses después de la operación de cáncer de colon, y que le sugerí que viera otro médico.

Me había dicho, como a otros amigos, que no quería depender de calmantes, algo comprensible en un hombre que había convivido con los demonios de la adicción -al alcohol- y logrado doblegarlos.

Aunque estuve pendiente de su estado de salud en esos últimos meses de 2007, nunca tuve el valor de ir a visitarlo; fui -soy- demasiado egoísta ante los recordatorios de nuestra mortalidad. Él, miembro de una generación de intelectuales y artistas con vidas trágicas y desenlaces suicidas, la había asumido siempre. Dejó pagados los gastos de su cremación.

Nunca supo que tengo cierta aversión a las celebraciones establecidas y que yo no celebraba el Día de las Madres. Esta fecha sólo llegó a ser especial para mí, entonces, por la llamada matutina de Carlitos, y tras su muerte, por el anhelo de escuchar de nuevo en su voz: “Ivette, cariño, llamo para felicitarte”.

Mi entrevista con Carlos Victoria aún está inédita y trabajo en su transcripción para publicarla. La grabación original será donada a la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami.

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