Dos encuentros cercanos con Mario Vargas Llosa

Leonardo Padura y Mario Vargas Llosa durante el encuentro en el Hay Festival de Cartagena de Indias, celebrado del 23 al 27 de enero. Foto: Daniel Mordzinski

Leonardo Padura y Mario Vargas Llosa durante el encuentro en el Hay Festival de Cartagena de Indias, celebrado del 23 al 27 de enero. Foto: Daniel Mordzinski

Por Leonardo Padura

Tuve mi primer encuentro físico con él muchos años después de haberlo conocido. Tantos años, tan intensamente lo conocí, que en aquel primer choque, levísimo, de carácter casi infantil, pude decirle una verdad que jamás pensé podría expresarle: “Maestro -le solté de corrido-, yo me llamo Leonardo Padura, soy un escritor cubano, tenemos un amigo común que es Ambrosio Fornet y lo que en realidad quería decirle es que cada vez que voy a empezar a escribir una novela me releo Conversación en La Catedral”.

El diálogo, en realidad monólogo, ocurrió hacia el año 2005 o 2006, en la área de llegadas del aeropuerto de Barajas, en Madrid. Mi esposa Lucía fue quien lo vio y lo identificó (Lucía siempre es quien lo identifica), y, mientras avanzábamos hacia las casetas de inmigración, me impuse a todos mis temores a resultar pedante y me atreví a espetarle aquel discurso. En un primer momento, por supuesto, el Maestro me miró con cara de “otro más”, hasta que mencioné a Pocho Fornet, pero su expresión cambió por completo cuando le confesé mi adicción novelesca por su Conversación en La Catedral. Y comprobé, en ese instante, que por más famoso y reconocido que sea un escritor, hay estocadas a las que el ego nunca puede resistirse. Nuestro diálogo, por supuesto, fue brevísimo. Él me preguntó por Pocho y Silvia, sus amigos desde que convivieran en España a finales de la década de 1950 y luego, en sus viajes a Cuba durante los años 1960. Se cuenta que en una de esas estancias habaneras, al visitar el apartamento de Ambrosio, un piso 10 ubicado casi en el cruce de Línea y Malecón, con la corriente del Golfo en el horizonte, El Maestro, que todavía no era el Maestro, le dijo a Pocho: “El que viva en esta casa tiene que escribir algo como La montaña mágica”… Palabras más, palabras menos.

Seis, siete años después, durante la estancia que Lucía y yo hicimos en 2012 en República Dominicana, adonde habíamos vuelto otra vez de la mano del inefable Fredy Ginebra, una tarde de playa mi ex compañera de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, la poeta dominicana Soledad Álvarez y su esposo, el historiador Bernardo Vega, me hicieron una petición insólita: que les dejara con ellos un ejemplar de El hombre que amaba a los perros, firmado y dedicado al Maestro, para obsequiárselo en su próxima visita a la isla, pues, decían ellos, si no lo había leído, debía leerlo… Soledad y Bernardo han sostenido una larga e intensa relación con el hoy Premio Nobel, que data de los meses en que se trasladó con mucha frecuencia a Santo Domingo en busca de información para la escritura de La fiesta del chivo. Por supuesto, entre los posibles informantes o facilitadores de información para esa obra, el historiador Bernardo Vega resultó indispensable para el escritor, y desde entonces quedaron amigos, casi íntimos…

Unas semanas después, desde Barcelona, le remitía a Soledad el ejemplar firmado de mi novela. Y olvidé el tema…

Hace unas pocas semanas, cuando llegamos a Cartagena de Indias para participar en el Hay Festival de esa ciudad colombiana, una mañana mientras desayunábamos, Lucía me dijo: “Mira, ahí está…”.  Y allí estaba el Maestro, a unos pocos metros de nosotros, tomando su desayuno y hablando con Javier Cercas. Fue entonces cuando otro amigo entrañable, el fotógrafo Daniel Mordzinski, que desayunaba junto a nosotros, me preguntó si quería que me presentara al Maestro. Daniel podía hacerlo porque ya es reconocido como el fotógrafo “oficial” de los escritores iberoamericanos, pues de Borges y Jorge Amado para acá nadie se ha escapado de la maestría de su lente… “Ya nos conocimos -e dije a Daniel-. Aunque él no se va a acordar”.

Pero Mordzinski insistió y fui tras él hasta donde estaba el Maestro y cuando Daniel le dijo mi nombre, de inmediato él se puso de pie, me dio la mano y me agradeció mi regalo: el ejemplar firmado de El hombre que amaba a los perros que Soledad y Bernardo le habían entregado… y sin darme tiempo a reaccionar, siguió: le parecía extraordinario que hubiera podido contar una historia tan complicada y que se leyera como una novela policial y me confesó que nunca se había imaginado a Ramón Mercader tal como yo lo retrataba y… dos o tres elogios que no me atrevo a repetir. Abrumado por aquellas palabras, traté de salir del trance del mejor modo posible: le hablé de mi amistad con Soledad y Bernardo, le volví a recordar de mi relación muy afectuosa con Pocho Fornet y Silvia, por los cuales me preguntó con un cariño inmune al paso del tiempo y de las distancias, y me preguntó si sabía si le seguían llegando sus libros, pues siempre, todos, cada uno de ellos él se encargaba de que se los remitieran a La Habana… Fue entonces cuando le dije que le averiguaría sobre el destino de sus envíos (algo que he olvidado hacer) y le recordé, ni sé por qué, la ocasión en que nos habíamos encontrado tan brevemente en Barajas y lo que le había dicho ese día. Y agregué: “Maestro, todavía mantengo la costumbre, ya casi un rito… Antes de empezar a escribir: Conversación en La Catedral”.

El rostro del Premio Nobel me demostró que ni siquiera el más alto reconocimiento literario es capaz de apagar la llama del ego que alimenta el espíritu de los creadores. Y que nada complace más a un escritor que saberse un Maestro.

Mantilla, febrero de 2013.

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