Lecturas de domingo: Abisal

Jean-Léon Gérôme (1824-1904),

Jean-Léon Gérôme (1824-1904). The tulip frenzy

Por Osmani Baullosa Acosta*

TULIPAE

La noche en que Willem regresó de Alkmaar, Margriet tenía preparada una cena con el doctor Gregorius van der Plas y su familia. 

El médico era también un entusiasta admirador de los tulipanes, así como muchos comerciantes de todo tipo, boticarios, abogados, fabricantes de zuecos, notarios, dueños de panaderías, mercaderes de lino y seda, de Haarlem y otras ciudades de aquella república precoz.

Holanda se encontraba en ese tiempo afectada por la peste bubónica, y simultáneamente se veía conmocionada por otra especie de fiebre, que se dio en llamar “tulipomanía”, consistente en una afición desmedida por esas flores, capaz de trastornar la forma de vida y remover las propiedades de un buen número de sus paisanos.

Mi padre me contó por primera vez siendo yo un niño parte de la historia de Willem y  -todo acerca de- el exacerbado frenesí que dominaba a los tulipómanos en aquellos años, de lo cual el holandés le habló a él.

Me advirtió desde un comienzo que se trataba de situaciones reales, y que igualmente lo era la gente a la que se refirió: Willem, su esposa Margriet, los amigos, demás cercanos… Pero dijo que sabía de ellos a través de libros. Eso hasta que yo sobrepasé la mayoría de edad; entonces agregó fragmentos más escabrosos a la historia, incluyendo la aparición de Albia, y cómo ella provocó que la vida de aquel joven de Haarlem diera un vuelco.

Fue, en efecto, tras cumplir yo una edad que le pareció suficiente, y otros requisitos que tenía previstos él, cuando me confesó, además de lo anterior, que había conocido a Willem sin libro alguno de por medio.

“El mismo bloemisten de los cuentos que te narraba cuando eras pequeño”, se ocupó de recordarme. “¡A pesar de que nació dos siglos antes!”, pensé a la sazón. Y él asintió, sin necesidad de que yo formulara en voz alta la pregunta, pues era capaz de leer mi mente, tal como hoy en día yo puedo leer la mente suya y extraer de allí hasta el más sutil detalle. Eso he estado haciendo, aparte de mencionar palabras que me dijo en otro tiempo y hechos de los que fui testigo, para componer esta biografía. A escribirla me he abocado casi desde que lo hallé en una de estas montañas que rodean la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura.

Yo tenía exactamente veinte años en el momento en que supe acerca de las circunstancias más extrañas relativas al holandés. Y tenía cada vez mayores motivos para creer cosas muy inverosímiles. Por consiguiente, no le resultó difícil convencerme de que se encontraron los dos, en Chile, a fines del año 1840.

Siempre me he acordado de lo que contaba mi padre sobre esa época dorada de los Países Bajos. Y le debo en gran medida a sus relatos, que amoblaron varias habitaciones de mi imaginario infantil, el haber fijado residencia en la nublosa Holanda hace unos cinco decenios; hasta hoy, a principios del siglo XXI.

Los primeros bulbos se reconoce que fueron llevados en las postrimerías del siglo XVI a esa hermosa nación que tanto terreno ha ganado al mar, por el doctor y horticultor flamenco Charles de l’Écluse, al que contrató la Universidad de Leiden como profesor de botánica.

Se dice que fue también él quien primero notó y mostró a sus contemporáneos cómo el aspecto de estas flores podía ser diferente cada nueva primavera; y que sus anfitriones holandeses, antes incluso de recobrarse del asombro que les ocasionó tamaño prodigio, ya habían puesto precio a tan excéntricas herbáceas.

Más que eso, robaron de su huerta algunos ejemplares de las enigmáticas “cebollas”.

Holanda jamás volvió a ser la misma después que se produjeron aquellos robos.

Ilustración de Tulpa serotina flava, en obra

Ilustración de Tulpa serotina flava, en obra Clusius Werk über die Flora Spaniens

Hoy es posible ver en ese país, apenas concluido el invierno, innumerables hectáreas de tierra coloreadas por las flores de los tulipanes. Franjas extendidas de horizonte a horizonte. Pero ni el anfitrión del doctor Plas ni sus invitados de esa noche de febrero de 1637 habrían concebido que siglos más tarde los bulbos, exóticos todavía para ellos, serían tan identificados con Holanda como los molinos de viento o los pólderes.

La noche de la cena con conejos encargados por Margriet a Jan Michielsz, un popular vendedor de carnes que además era estimado como buen cultivador de tulipanes –o viceversa, según decían vecinos suyos a modo de chanza–, Willem no tenía forma de saber que esas plantas tan de su gusto se convertirían en un adorno común, y considerablemente barato, especies muy preciadas inclusive; que nadie pagaría fortunas por ellas.

En aquella cuarta década del siglo XVII no eran algo simplemente elegante, sino un artículo de lujo. Un descubrimiento aún reciente. El objeto de una fascinación sobre la cual mucho se ha escrito a lo largo de cientos de años. Y una de las leyendas asegura -aunque pocos podrían como el sobreviviente Willem dar fe de su veracidad-, que todos en Holanda, desde el deshollinador hasta el burgomaestre, participaban del comercio de estas flores y se hacían ricos especulando con ellas.

De esa época han trascendido las sátiras de quienes optaban por burlarse de sus enfebrecidos coterráneos floristen. Y también quedan incontables retratos de personas que posaban con expresión de júbilo, señorío, enaltecimiento… junto a su tulipán favorito, amén de naturalezas muertas y poesías que evidencian un culto desmedido a la planta.

Asimismo, tras su paso por aquellas tierras bajas circundadas por diques, antiguos cronistas extranjeros legaron su testimonio de tal ímpetu artístico y hortícola. En ninguna otra nación de Europa la afición encontró tan fértil suelo, en lugar alguno motivó una actitud tan extravagante, como la de aquellas hordas de negociantes, artistas o meros fanáticos de Leiden, Ámsterdam, Hoorn, Haarlem, Utrecht, Enkhuizen, Medemblik…

La peste cobraba fuerzas, de manera intermitente como una pulsación, o cual una manada de ratas que brotan de una alcantarilla y acorralan a la gente contra la certeza de su propia muerte. Pero al mismo tiempo la plaga parecía acrecentar el ansia de diversión entre ricos y pobres. El oro fluía en continuas oleadas hacia la ostentosa potencia marítima que era ya Holanda, de modo que todo se conjugaba para que aquellas personas vivieran cada día como si fuese una gran fiesta de los sentidos, o como el último día de sus arriesgadas vidas.

 

     Willem y Margriet habían invitado al doctor van der Plas y su familia esa noche de febrero, previendo que al igual que en otras ocasiones los hombres, luego de comer, aprovecharían la velada para ponerse al tanto de las novedades sobre su pasatiempo predilecto, mientras las mujeres tocarían algún instrumento musical o jugarían trictrac.

Así ocurrió. Ellos dos dejaron solas a sus esposas y se retiraron a una pieza donde el anfitrión guardaba varias macetas. No obstante, la mayor noticia que compartieron no resultó, como esperaba Willem, los inéditos precios que estuvieron dispuestos a pagar los bloemisten en el remate celebrado en Alkmaar el día anterior.

Fue entonces cuando el joven oyó, por primera vez desde que se dedicaba a la horticultura, que unos tulipanes de cierta variedad muy afamada no se vendieron. No porque fueran caros, enfatizó el doctor, sino sencillamente porque ningún potencial comprador se interesó en ellos.

Había sucedido horas antes de que su amigo viniera a cenar.

–Debe haber razones excepcionales para explicar un fenómeno como ese –balbució Willem, incrédulo.

–Tal vez ha llegado el momento de poner las cosas en su justo lugar –le respondió Gregorius–. Los bulbos no tienen ningún uso ni valor, salvo deleitarnos con sus bellas flores. No es lo mismo pagar miles de florines por una planta ornamental que por una cosecha de cebada.

–Si uno viviera exclusivamente para llenarse la panza o embriagarse con cerveza, estaría de acuerdo contigo –replicó él, con adustez–. Pero Dios nos dio sensibilidad, además de reflejos de sed y hambre.

Tras decir esto, sugirió al hombre que conversaran de otros temas, “de distinta naturaleza, más edificantes”.
Eso hicieron, hasta que al cabo de un rato Willem propuso reunirse con los demás. Sentía contrariedad, un naciente temor, y le rogó que no se refiriera en presencia de Margriet a lo que habían hablado al principio.

Tampoco más tarde, a la hora de acostarse, quiso que ella supiera. Estaba seguro de que los precios seguirían subiendo; que si bajaban momentáneamente, sería para con posterioridad elevarse aún más.

Margriet, por su parte, deseaba saber acerca de su viaje a Alkmaar y la subasta.

Él le contó, recreándose en particularidades tales como el notable fervor demostrado por los pujadores.

Así, en la cama ambos, pasaron de un asunto a otro: el dinero, el transcurrir del tiempo, y finalmente sus hijos, cuyo destino se estaba decidiendo en una habitación contigua, mientras ellos platicaban.

–Varias cosas se nos encomiendan; cosas eternas, digo –comentó Willem–. Nuestros hijos son parte de la eternidad tuya y la mía. Con respecto a mis flores, son una belleza sin espinas. No sé de cuántas primaveras voy a ser testigo. Pero cada primavera traerá de vuelta esta fascinación… Tulipae infinitae.

–Los hijos pueden retribuir el amor más que las flores –contestó ella, aletargada.

–Las plantas devuelven mucha más energía que la consagrada por nosotros a cultivarlas; no las subestimes. Y si sumas, comprenderás que el futuro de ellos se expande a la vez que engordan estas cebollas. Si cada una vale tantos florines ahora, y su valor continúa aumentando, como siempre ha ocurrido, dentro de unos años las paredes de nuestra casa no podrán contener la cantidad de monedas.

Willem hizo una pausa, recordó la amarga noticia recibida de su amigo, y miró con viveza a su esposa.

Eran cerca de las dos de la madrugada y ella, al ver que quedó callado, le pidió que se dispusieran a dormir, mas no sin antes acompañarla a la habitación de los mellizos para comprobar si estaba todo en orden.

Él quiso ir solo, para que descansara; y, tras insistir, la persuadió de que permaneciese en la cama.

En el trayecto de un dormitorio al otro, sintió una corriente de aire, punzante como carámbanos, y pensó que era disparatado andar con poca ropa tan tarde. Caminar descalzo encima del albo piso de mármol equivalía a hacerlo sobre un arroyo congelado. Sin embargo, una joven sirvienta contratada a raíz del alumbramiento de Margriet solía pernoctar en una pieza cercana, y él consideraba excitante la probabilidad de que saliera al corredor y lo viera semidesnudo. Por eso caminaba sin prisa, para propiciar así la situación que imaginaba.

Algo que percibió como muy semejante a un aliento rozó sus hombros y le hizo sentir escalofríos. Se dio vuelta y la sombra de unas ramas sin hojas que el viento hacía golpear contra una ventana le pareció por un momento brazos que se movían en torno suyo.

Halló la puerta de la habitación de los niños entreabierta y razonó, indignado, que esta era una negligencia inexcusable de la sirvienta. “No pasará de mañana que la haga sustituir por una anciana gorda y cuidadosa”, meditó, con ira. “Por fortuna el frío no los ha despertado, sino estarían llorando”, se dijo a sí mismo.

“No seré yo quien perturbe el sueño de dos ángeles”, decidió seguidamente, y cerró la puerta inclinando la cabeza en una especie de reverencia, gesto que le permitió descubrir unas pequeñas manchas en el piso.

Se agachó y pasó un dedo sobre ellas, para a continuación llevarlo bajo su nariz.

Era un líquido cuyo olor y consistencia le revelaron que podría tratarse de sangre.

*Osmani Baullosa Acosta (Cuba, 1972). Periodista, graduado en 1996 por la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de La Habana. Trabajó en el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente de Cuba, en la oficina de difusión de las ciencias. Es uno de los autores del libro Chile País Oceánico (no ficción), publicado por Ocho Libros Editores en 2005. Labora desde el 2002 en la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile. Abisal (Editorial El Barco Ebrio, 2012) es su primera novela publicada y la primera narración con la que se aventura en el género fantástico.
Reside en Santiago de Chile desde 1998.

Más información sobre novela: https://www.facebook.com/novelaabisal

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