Leonardo Padura: Herejes

Esquina de Leidsche Square, Amsterdam. Pintura de George Hendrik Breitner (1857-1923)

Esquina de Leidsche Square, Amsterdam. Pintura de George Hendrik Breitner (1857-1923)

Herejes, la más reciente novela del escritor cubano Leonardo Padura, saldrá al mercado el próximo septiembre en España. publicada por la editorial Tusquets.

Padura ha invertido más de dos años en esta nueva aventura literaria que fue concebida sobre una gran parábola sobre la libertad como condición humana. Sus investigaciones documentales y de ambiente lo han llevado desde Holanda a Miami, donde recorrió varios cementerios meses atrás buscando claves para la narración.

La historia comienza en la época de 1640 en el estudio de Rembrandt en Amsterdam y termina en La Habana contemporánea. El personaje central un judío polaco que vivió durante tres décadas en Cuba. Allí ocurre un suceso que desencadena la trama de la novela, y que unirá otra vez las dos orillas cubanas: La Habana y Miami.

Tras el éxito internacional de su anterior novela, El hombre que amaba a los perros (2009), Tusquets lanzará Herejes en medio de una alta expectativa por la nueva producción literaria de Padura, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. La lectura de la novela será promovida a través de la lista de libros recomendados por El Corte Inglés, que cuenta actualmente con la mayor red de librerías de España.

Herejes saldrá a la venta acompañado por un folleto titulado La libertad como herejía, unas apostillas sobre el arte de la novela.

Padura está por estos días en La Habana perfilando varios proyectos cinematográficos y series de televisión inspirados en sus novelas, y que deben comenzar a rodarse en los próximos meses. El escritor accedió a entregar este fragmento de Herejes para los lectores de CaféFuerte.

NUEVA JERUSALÉN, AÑO 5407 DE LA CREACIÓN DEL MUNDO, 1647 DE LA ERA COMÚN*

Por Leonardo Padura

Los días transcurrían, nublados y ventosos aunque sin nieve, acercando la fecha de la celebración del proceso y Elías había descubierto que su decisión de irse a cualquier parte, lejos de Ámsterdam, podía ser mucho más ardua de lo imaginado. La mayor dificultad, comprobaría con dolor, provenía de su complicada situación de judío en vías de excomunión, pues unas puertas se las cerraban los que despreciaban su condición de hebreo y las otras se las clausuraban los mismos hebreos.

Entre los destinos barajados, Jerusalén se fue convirtiendo en una posibilidad que no dejaba de tentarlo. Aunque seguía albergando muchísimas dudas sobre la cualidad mesiánica de Sabbatai Zeví, tal vez impulsado por la misma coyuntura que Elías vivía con relación a su comunidad, por momentos le parecía hasta apropiado el acto de sumarse a una peregrinación mesiánica, poner su fe y su voluntad en un presunto Ungido, hacerse militante de la última esperanza… o perderse con ella. Sin embargo, aunque para los primeros días del año nuevo cristiano estaba anunciada la salida de un segundo barco fletado por los miembros de la Naçao con rumbo a la tierra de Israel, la simple posibilidad de abordarlo, incluso si hubiese tenido los dineros necesarios para el pasaje y los gastos del trayecto, resultaba impensable: aquellos enfebrecidos miembros de la comunidad no lo admitirían a bordo.

El otro rumbo capaz de seducirlo era el que conducía a alguna de las animadas ciudades del norte de Italia, donde quizás pudiera vivir al margen de la comunidad e, incluso, como en su momento hiciera Davide de Mantova, dedicarse con mayor libertad a ejercitar su pasión por la pintura. Pero en realidad el joven había tanteado todas las alternativas, incluida la de enrolarse como marinero en cualquiera de los navíos mercantes que a diario partían hacia las Indias Occidentales y Orientales, aunque un mercado abarrotado de hombres con experiencia y dispuestos a zarpar, provocaba el inmediato rechazo de armadores y capitanes hacia un joven sin la menor pericia para las faenas en el mar. Por su parte, los más breves trayectos a España, Portugal e Inglaterra, tan transitados en aquellos tiempos, quedaban fuera de las posibilidades de un judío común y corriente, a menos que antes de intentarlo trocase su condición con un certificado de bautismo católico, algo que estaba fuera de sus intenciones. Las travesías por tierra, mientras tanto, resultaban impracticables en un momento en el cual las fronteras del país vivían en máxima alarma: la inminente concreción del esperado convenio de paz con España, que tal vez se firmaría en alguna ciudad alemana, había convertido los caminos en campamentos militares cargados de tensión y nerviosismo, y a todas luces resultaba menos drástico ser considerado un hereje por los judíos de Ámsterdam que un traidor o un espía por aquellas tropas exasperadas, muchas veces ebrias de los más feroces alcoholes potenciados por las respectivas resacas de la certidumbre en la victoria, de unos, y la indignación por la derrota, de los otros.

La nieve, como no podía dejar de ocurrir, había regresado para la Navidad cristiana. El ambiente festivo de las celebraciones, multiplicado por los anuncios del fin de un siglo de guerras contra España, se había adueñado de la ciudad, y sus moradores ponían en peligro las existencias de vino, cerveza y de las calientes bebidas destiladas en las refinerías de azúcar. La soledad de Elías Ambrosius, en cambio, se hizo más compacta en las prolongadas estancias en la buhardilla que se le antojaba una celda y donde ni siquiera contaba con un janukilla donde colocar ocho velas y disfrutar la celebración de uno de los grandes hitos de la historia de un pueblo que, como tanto insistía en sus lecciones el jajám Ben Israel (evocando al guerrero David, al invencible Josué, a los belicosos asmoneos) alguna vez había sido combativo y rebelde, más que contaminado por el miedo y adicto a la sumisión.

Tres días antes de la fecha en que se cerraba el año para los calendarios cristianos, unos toques en la puerta alarmaron al joven. Como una esperanza a la cual no había podido renunciar, soñaba con que, en cualquier momento, apareciese ante él su amada Mariam Roca. Bien sabía Elías de las habilidades de la muchacha para escurrirse, tantas veces puestas en práctica durante los muchos encuentros clandestinos que sostuvieran en sus años de relación amorosa y carnal. Sabía, además –o al menos creía saber– que Mariam nunca estaría entre los que lo condenarían por sus acciones, él bien conocía el modo de pensar de la joven, pero a la vez cada día iba adquiriendo, a través de las actitudes de la muchacha, una mejor noción de cuánto puede paralizar el miedo. Tocado por la ilusión de ver a la amada, abrió la puerta para comprobar que no se trataba de Mariam: frente a él estaba la nariz de porrón, los ojos de águila y los dientes cariados del Maestro. Y de inmediato tuvo una certeza: al fin alguna puerta se había abierto.

El Maestro traía en las manos una botella de vino y en el cuerpo otras varias más. Tal vez por eso su saludo resultó tan efusivo: un abrazo, dos besos en las mejillas y una felicitación navideña de las que se suelen cruzar entre sí los creyentes en Cristo. Pero ni aun así flaqueó en Elías la certeza de que el hombre traía una solución.

Con dos vasos servidos del vino áspero y oscuro que se podía pagar el Maestro, se sentaron a conversar. El recién llegado, en efecto, le traía una buena noticia: su amigo Jan Six contrataría a Elías para que fuese hasta uno de los puertos del norte de Polonia en un mercante ya conveniado. Allí debería cerrar la compra de un gran cargamento del trigo que, desde hacía décadas, los holandeses importaban de aquellas regiones. Como para hacer el trato habría que presentar unas letras de cambio por unos miles de florines, Six y sus socios preferían depositar aquella fortuna en las manos del joven judío antes que en las del capitán del mercante, de cuya honestidad habían empezado a albergar serias dudas. Una vez realizado el trato con los agentes holandeses asentados en aquel puerto y con los proveedores polacos, Elías le entregaría los papeles de la compra ya cerrada y las guías de los embarques al capitán y podría hacer lo que desease, lo mismo quedarse en Polonia, Alemania u otro sitio del norte o regresar a Ámsterdam, donde quizás las cosas se habrían calmado.

Mientras escuchaba los detalles de aquella encomienda capaz de abrirle una inesperada y extraña ruta de salida, el joven fue sintiendo una imprevista desazón ante la evidencia de que sí, que abandonaría, quizás para siempre, su ciudad y su mundo. Y comprendió que, en lugar de un escape, su partida sería una autoexpulsión. No obstante, bien sabía que aquella era su única alternativa viable y le agradeció al Maestro su interés y ayuda.

“Nunca me agradezcas nada”, dijo entonces el pintor y abandonó su vaso de vino en el suelo. Solo en ese instante Elías advirtió que el hombre no había probado la bebida. “Lo que ha pasado contigo nada más se puede ver como una derrota… Y lo peor es que no se puede culpar a nadie. Ni a ti por haberte atrevido a desafiar ciertas leyes, ni a tu hermano Amós y los rabinos por querer juzgarte y condenarte: cada uno está haciendo lo que cree que debe hacer, y tienen muchos argumentos para fundamentar sus decisiones. Y eso es lo peor: que algo horrible parezca normal para algunos… Lo que más me entristece es comprobar que deben ocurrir historias como la tuya, o producirse renuncias lamentables como la de Salom Italia, para que los hombres por fin aprendamos cómo la fe en un Dios, en un príncipe, en un país, la obediencia a mandatos supuestamente creados para nuestro bien, pueden convertirse en una cárcel para la sustancia que nos distingue: nuestra voluntad y nuestra inteligencia de seres humanos. Es un revés de la libertad y…”, cortó su frase porque con la vehemencia que lo había ido dominando uno de sus pies golpeó el vaso y derramó el vino en el suelo entablado. “No se preocupe, Maestro”, dijo Elías y se agachó a levantar el vaso. “No, no me preocupo por tan poco, claro que no… ¿Qué mierda puede importarnos ahora un poco de vino perdido y otro poco de mugre ganada?… No sabes cómo me gustaría que estuviera aquí nuestro amigo ben Israel para que tratara de explicarme, él, tan docto en las cosas sagradas, cómo Dios puede entender y explicar lo que te está pasando. Seguro hablaría de Job y los misteriosos designios, nos diría que las leyes están escritas en nuestro cuerpo y nos demostraría la perfección del Creador diciéndonos que si en la Torá existen doscientas cuarenta y ocho prescripciones positivas y trescientas sesenta y cinco negativas, que suman seiscientas trece, es porque los hombres tenemos doscientos cuarenta y ocho segmentos y trescientos sesenta y cinco tendones, y la suma de todos ellos, que vuelve a dar seiscientos trece, es la cifra que simboliza las partes del universo… Lo dejaría terminar y entonces le preguntaría: Menasseh, en todas esas cuentas de mierda, ¿dónde dejas al individuo dueño de esos huesos y tendones, el hombre concreto del que tanto te gusta hablar?”. El Maestro volteó las palmas de sus manos hacia arriba, para mostrar el vacío. Pero Elías no vio el vacío: por el contrario, allí estaba, sobre aquellas manos, la plenitud. Porque aquellas eran las manos de un hombre que se había cansado de crear belleza, incluso a partir de la constatación de la miseria, la vejez, el dolor y la fealdad, las manos a través de las cuales tantas veces se había manifestado y concretado lo sagrado. Las manos de un hombre que había luchado contra todos los poderes para tallar la coraza de su libertad… “¿Y cuándo parte el barco de Six?”, fue, sin embargo, lo que Elías necesitó preguntar. El Maestro, sorprendido, debió pensar antes de responder. “El cuatro de enero, en una semana, creo… Six te explicará todo… Espero que te pague bien”. “Cuanto antes zarpe, mejor…”, dijo Elías mientras el Maestro se ponía de pie, trastabillaba y le entregaba una sonrisa manchada como despedida: “No hay más nada que decir”, musitó, “una derrota, otra derrota”, dijo y abandonó la buhardilla. Y ésta vez sí se creó el vacío. Elías Ambrosius sintió que acababa de abandonarlo una parte de su alma. Quizás la mejor.

Después de pensarlo mucho, decidió que iría a despedirse de sus padres. Al fin y al cabo no se merecían un castigo más. Pero lo pospuso hasta el día antes de la partida, cuando ya tuvo en sus manos todas las encomiendas de Jan Six, los documentos para el negocio y los dineros de su propia paga, retribuida con exceso de generosidad, con seguridad por presiones del Maestro.

Cuando salió de la casa paterna, después de volver a colocar en el viejo escritorio casi todos los libros que habían pertenecido al abuelo Benjamín –decidió llevarse consigo solo un tomo de Maimónides, su ejemplar de De Termino Vitae, obra de su jajám, y el de la extraña aventura del hidalgo castellano que enloquece por leer novelas y se cree un caballero andante–, pasó por la buhardilla y recogió sus dibujos y pinturas y los que le habían obsequiado sus colegas, dispuestos todos en un álbum encuadernado por él mismo. Fuera del cuaderno apenas dejó la tela en la cual el Maestro lo había retratado, el último y mejor retrato que él mismo le hiciera a Mariam y un dibujo de su abuelo trazado con una aguada gris, además del pequeño paisaje que le había regalado su buen amigo y confidente, el rubio Keil: aquellas cuatro piezas eran demasiado significativas como para dejarlas atrás y las enrolló y acomodó dentro de una pequeña arca de madera que para tal función había comprado en el mercado. Con el resto de las obras, incluidos varios retratos al óleo de Mariam, dispuestas todas en el álbum, fue otra vez hacia la casa número 4 de la Calle Ancha de los Judíos y tocó la puerta de madera pintada de verde, convencido de que lo hacía por última vez en su vida. Cuando Hendrickje Stoffels le abrió, Elías le pidió ver al Maestro: quería hacerle un regalo de año nuevo, como prueba de su infinita gratitud. Hendrickje Stoffels sonrió y le dijo que volviese más tarde: el Maestro dormía la primera borrachera del año del señor de 1648. Elías sonrió: “No importa”, dijo y le alargó el cuaderno, “entrégale esto cuando dé en sí. Explícale que es un regalo… que haga con esto lo que mejor le parezca. Y dile que le deseo a él, a ti y a Titus que el Santísimo, Bendito sea Él, les dé mucha salud, por muchos años”. Hendrickje Stoffels volvió a sonreír mientras colocaba contra su seno la carpeta que le entregara el joven y preguntó: “¿Cuál Dios, Elías?”. “Cualquiera… Todos”, dijo, luego de pensarlo un breve instante y agregó: “Con tu permiso”, y acarició con la palma de su mano la mejilla rubicunda y tersa de la muchacha que tantas veces había dibujado su Maestro. Elías Ambrosius bajó los escalones hacia la calle, impoluta y brillante como una alfombra tendida por la nieve recién caída. Volvía a ser un hombre que lloraba.

*Este fragmento de Herejes se publica en CaféFuerte con la autorización del autor y no puede ser publicado ni reproducido por otro medio sin el permiso de la editorial Tusquets.

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