Los horrores de una utopía frustrada

El escritor Leonardo Padura, ganador del Premio Cabet.

El escritor Leonardo Padura, ganador del Premio Cabet.

Por Leonardo Padura*

Ya se sabe que hay premios y premios. Y que, entre los literarios, hay algunos que son más literarios que otros. Cuando un escritor, ese hombre común pero que desarrolla su trabajo en la soledad de su escritorio, luchando con sus dudas, sus miedos (todos sus miedos), con las ideas y con su idioma resulta congratulado con un premio verdaderamente literario, la felicidad de ese escritor puede ser infinita, pues significa el reconocimiento a un trabajo cuyo fin es, luego de convencer al propio escritor, intentar el convencimiento de los lectores.

Y, entonces, al ser reconocido ese trabajo, la felicidad se mezcla con la gratitud hacia ciertos colegas, hacia ciertas instituciones, que entre los miles de miles de libros que se publican cada año en el mundo, han puesto su fe y su confianza en el trabajo de ese escritor y le proporcionan la enorme satisfacción de sentir que el esfuerzo de muchos meses ha valido la pena. Este es hoy mi caso y por eso estas palabras estarán desbordadas de alegría, satisfacción y gratitud.

Una generación víctima de la ortodoxia

El hecho de que sea una novela como El hombre que amaba a los perros la que se alce con un reconocimiento como el muy selectivo y prestigioso Prix Carbet adquiere para mi connotaciones especiales por razones que casi no resultaría necesario enumerar, pero que insisto en hacerlo: porque este es un premio que brota desde lo más profundo del esfuerzo por valorar y reconocer la cultura del Caribe, a la cual pertenezco en cuerpo y alma desde mi condición de cubano por todos los costados; porque este es un reconocimiento que está ligado a figuras míticas de la cultura de la región, desde el maestro Edouard Glissant hasta la gran dama Maryse Condé, o René Depestre (entre muchos otros), que lucharon y luchan por la dignificación de la cultura de nuestro mediterráneo americano en todos los niveles, desde los más populares hasta los más elaborados; porque soy un carpenteriano militante, y en la obra de ese cubano caribeño y universal aprendí a ver esta parte del mundo como espejo del universo, como territorio propio en donde, con todas las sangres y todas las culturas, todas las historias y todas las batallas (e incluso las derrotas), se ha logrado crear un universo real maravilloso desde el que irradia nuestra singularidad de mestizos esenciales, de piel, espíritu, lengua, creencias religiosas y filosofías.

Pero en el caso específico de esta novela, que es el resultado de una larga obsesión, de una experiencia de vida y de cinco años de investigaciones y escrituras, cada reconocimiento que recibo me confirma en una certeza: El hombre que amaba a los perros era, es, una novela que yo no podía dejar de escribir.

No tengo que repetir que vivo y escribo en Cuba, pues todos ustedes lo saben. Y quizás no tendría que decir lo que significa haber escrito esta novela viviendo en Cuba y aspirando a que fuese leída, sobre todo, en Cuba. La experiencia de la gran frustración utópica del siglo XX, en la cual mi país participó con todos sus sueños y obtuvo muchos de sus beneficios pero a la vez pagó muchas de sus consecuencias indeseables, era y todavía es un conflicto histórico que tocó hasta las últimas fibras de las vidas individuales de muchos cubanos, pero con especial énfasis y encono en los hombres y mujeres de mi generación. Mis congéneres y yo somos un grupo de personas que creció, se educó, trabajó convencida de la viabilidad de esa utopía, trabajó para ella de las más disímiles maneras, sufrió por ella los rigores de la ortodoxia que hacía asunto suyo desde el largo del pelo hasta lo que estaba debajo del pelo, y nos exigió una militante unanimidad incluso a los no militantes. Pero todo eso ocurrió sin que muchas veces tuviéramos una idea real y cabal de los desmanes mayores que se habían cometido en nombre de la construcción de un mundo mejor.

Ocultamiento y frustración

El ocultamiento de esos desmanes, que si acaso se calificaban de “errores”, cuando muchas veces fueron en realidad “horrores” -basta leer una novela como Vida y destino de Vasili Grossman para realizar ese trayecto semántico-, el ocultamiento, decía, constituyó justamente una de las causas que provocaron su frustración como proyecto, y la frustración de los sueños y las vidas de muchos hombres y mujeres de mi generación, en esta Cuba en la que nací, donde vivo y escribo por soberana decisión personal y donde hoy se habla de la necesidad de superar el síndrome socialista del secretismo.

Entrar en ese mundo lleno de complejidades históricas, de susceptibilidades políticas, de esquematismos ideológicos fue una decisión difícil. Y puedo confesar, como ya he hecho otras veces, que sentí miedo al hacerlo. Pero creo firmemente que la esencia del hombre está en su capacidad no de ser valiente, sino de saber imponerse a sus miedos, aun cuando estos no lo abandonen. Con esa mezcla de sensaciones y dudas me lancé al proyecto de escribir esta novela y creo que el mayor aliento que me sostuvo fue el sueño artístico de que resultara la mejor novela que mi capacidad me permitiera escribir, y la aspiración de utilidad social y cívica de que esa novela circulara en Cuba y la leyeran los cubanos. El primero de esos propósitos aun no sé si lo logré; el segundo se ha producido con tropiezos, pero se ha producido, y -debo decirlo con toda sinceridad-, el más importante de todos los premios que ha recibido y puede recibir esta novela ha sido el de esos lectores cubanos que, desde hace dos años, se me acercan por una u otra vía, para agradecerme, simplemente agradecerme, que haya escrito esa novela, que es también la novela de mi vida y de sus vidas.

El hecho de que diversas instituciones cubanas e internacionales hayan tenido la gentileza de premiar mi trabajo, por supuesto que completa la satisfacción y el orgullo con el que hoy escribo estas apresuradas, seguramente torpes palabras, con las que quiero dejar constancia de mi alegría de escritor congratulado con el Premio Carbet del 2011 y mi gratitud a un jurado y una institución que, desde el Caribe y hacia todo el mundo, ha señalado mi novela, la premia, la congratula, y la coloca al lado de tanta obra trascendente escrita en esta parte del planeta que habitamos.

Una novela desencantada

Por último, quisiera expresar algo que tal vez resulte una obviedad: El hombre que amaba a los perros es una novela triste, desencantada, una historia de horrores y errores, como ya dije. Pero es también, y así espero sea siempre recibida, la historia de una esperanza, de un sueño colectivo que se frustró, como tantas otras utopías a lo largo de la historia. Pero fue una esperanza al fin y al cabo. Fue el sueño de construir un mundo más justo, donde los hombres pudieran vivir con libertad, igualdad, fraternidad, en una sociedad donde imperara el máximo de libertad en el máximo de democracia. Y si otra vez perdimos ese sueño, todavía nos queda no ya el derecho, sino la obligación de volver a soñarlo, pero desde la experiencia del fracaso. Y si algún día dejamos de soñarlo, a pesar de todos los pesares y derrotas, entonces sí habremos perdido lo mejor de nuestra condición humana, o sea, aquello que en su última miseria y descalabro pudo entender el ex esclavo Ti Noel al ver la perversión de los sueños de otra revolución, la primera de las ocurridas en esta parte del mundo. En ese instante, escribió Alejo Carpentier en 1948, su pequeño personaje comprendió que “la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas”. Todos nosotros sabemos cuáles son nuestras Tareas, todos nosotros sabemos que estamos obligados a querer mejorar lo que somos, el mundo en que vivimos. No importa con qué nombre bauticemos esa utopía. Solo que sepamos que, sin ella, no seríamos mejores.

Gracias otra vez a todas las instituciones y a todas las personas, presentes y ausentes, que me han permitido este cúmulo de satisfacción y felicidad. Y gracias, como siempre, a mis libros, los máximos responsables de mi satisfacción humana. Escribirlos es mi Tarea.

Mantilla, La Habana, 16 de diciembre de 2011.

*Palabras leídas durante el acto “Un premio, un autor”, el 14 de febrero del 2012, durante el Foro Caribe, organizado por la Casa de las Américas, La Habana. En esta ocasión, Padura recibió el Prix Cabet, en presencia de representantes del Institut du Tout-Monde y jurados de la edición 22 del premio, otorgado por su novela El hombre que amaba a los perros (2009). Este texto fue enviado por el autor para su publicación exclusiva en CaféFuerte.

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