Los linderos del cariño o un timbiriche cubano en el Levante

Los linderos del cariño o un timbiriche cubano en  el Levante
Ramón Alejandro (segundo a la izquierda) junto a Ricardo Porro, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas y Néstor Almendros en París. Foto: Cortesía RA

Este sábado 17 de noviembre, el reconocido pintor Ramón Alejandro presentó su novela Adua la pedagoga en la XXIX Feria Internacional del Libro de Miami. El libro, entre la ficción y el relato testimonial, recrea los años y las aventuras del primer exilio cubano en París, donde Alejandro coincidió con figuras como el cineasta Néstor Almendros y el escritor Severo Sarduy.

De Adua la pedagoga, publicado por la Editorial Aduana Vieja, CaféFuerte publica a continuación un fragmento como aperitivo a los lectores, gracias a la cortesía de su autor, asiduo colaborador de este sitio. La presentación del sábado se produjo en un panel dedicado al erotismo en la literatura, el cual sumó a escritores como Alberto Ruy Sánchez, Mayra Santos Febres y Abilio Estévez.

ADUA LA PEDAGOGA (CAPITULO TRES)

Por Ramón Alejandro

Después de ese promisorio encuentro, y con esa despreocupación natural que confieren los años mozos, la Papayi y la Chelo, elegantemente despeinadas por las brisas del Mediterráneo, se fueron a fletear a Grecia entre grandiosas ruinas clásicas rodeadas por resinosos pinares de aromáticos efluvios, a través de los que despuntaban capillas bizantinas y descomunales peñascos abandonados en esas soledades por los Titanes después de cumplirse el ciclo cosmogónico fundamental. Y con el correr de aquellos voluptuosos días ambas terminaron dando con sus jóvenes y frescas carnes en un bayú que estaba justo en frente del Teatro de Dionisos que está todavía ahí mismito, empotrado en una de las escarpadas paredes de roca viva que conforman la Acrópolis de Atenas. Sobre el sitio mismo en donde dice la tradición que se inició la Tragedia Griega que se representaba entonces en una hondonada natural del terreno antes de que los romanos edificaran el teatro de mármol cuyas ruinas siguen aún hoy decorando sugestivamente aquel sagrado lugar.

De ligue en ligue, y cambiando de palo para rumba en el sinusoidal devenir de sus erráticos devaneos, terminaron por caer en un hipogeo antiquísimo adonde las llevaron unos muchachones con los que se habían enredado de refilón en un parque público adyacente. Porque hay que decir que debido a las sucesivas capas de abundantes vestigios que las diversas civilizaciones pretéritas han ido sedimentando en estos venerables lugares, por toda esa zona arqueológica no hay un sólo metro cuadrado que no guarde escondido algún tesoro arquitectónico aún desconocido por los más eruditos especialistas en la materia. Ese hipogeo albergaba por aquellos años, en los que pasaron por sus profundas cámaras subterráneas nuestras alegres amiguitas, una capilla luterana infiltrada dentro de ese reducto de la ortodoxia más estricta que es la nación helena contemporánea. Era responsable de su funcionamiento un griego al servicio de la subversión espiritual germánica que le pagaba por inocular el insípido virus de la reforma protestante en ese país tan orgulloso de sus coloridas liturgias ancestrales y apegado a sus repiqueteos de campanas rítmicamente entrecruzadas, a las largas figuras de santos de ojos alucinados recortándose sobre fondos de oro, y a su manera tan complicada de persignarse con tres dedos pegados.

El tipo vivía de lo más bien de ese tumbao y de paso alquilaba habitaciones a los maricones que venían a holgarse a su bajareque con los rústicos mancebos que se dejaban querer por unas cuantas dracmas, y que andaban jineteando por toda la zona turística de tan vieja y venerable ciudad y trayéndole de paso, y de tanto en tanto, viajeros a quienes alquilarle sus abrigados sótanos. Y fue así como llegaron esas dos despreocupadas y dicharacheras cubanitas a echar su palo en los hondos camaranchones de ese subversivo tugurio. Y resulta que tanta era la simpatía que consigo traían en sus cuerpos que se formó tan tremenda orgía que hasta el mismo patrón del bayú se aprovechó y se puso también a tomar parte activa en aquel plurisingante areíto. Y que después de comerse vivos mutuamente a chupones, besos y mordiscos entre todos y cada uno de ellos en contra de todos los demás, se quedaron tan desguabinados tantos cuantos eran, y a la larga decidieron por unanimidad echarse a dormir bajo las sonoras bóvedas de ese mismo hipogeo testigo de sus excesos.

Ahí es donde el diablo que todo lo añasca hizo que los pies de uno de los participantes en esa matazón colectiva despidieran tal hedor que indispuso de mala manera a toda la agotada y distinguida asamblea. Así que le pidieron cortésmente al oloroso individuo que se retirara a otra habitación para no asfixiar a los demás con su emanaciones mefíticas. Y el muy pillete aceptó esa humillación con mucha ventaja, porque mientras los otros se abandonaron por entero en los blandos brazos de Morfeo, despreocupados y con las narices ya liberadas de su molesta pestilencia, él recogió todas sus pertenencias y con ellas puso pies en polvorosa desapareciendo del Atica como si fuera un fugitivo persa rezagado entre un hipotético grupo de sobrevivientes hoplitas espartanos después de la batalla de las Termópilas.

Después de eso, completamente arruinadas por el desleal mancebo de los pies tan ágiles como apestosos, tuvieron hasta que plegarse a complacer a algún que otro cliente de confianza del patrón del tugurio, mientras les llegaba algún dinero del que habían justificadamente pedido prestado en estas exepcionales circunstancias a algunos amigos que ya tenían sus vidas aseguradas en Europa y que, por lo tanto, estaban en condiciones de socorrerlos. La Chelo, para salir de ese ominoso estupro y constante fornicación, y cayendo de Caribdis a Escila, corrió a echarse en los brazos de François Baahl que lo esperaba como cosa buena en París.

Y Papayi se quedó de francotirador en Atenas resolviendo como podía y singando a mansalva, tan lejos de sus natales serranías de Guamuhaya, pero ante los atardeceres violáceos del Monte Himeto, donde aún liban las hacendosas abejas elaborando su miel con las mismas flores que cuando Pericles soñaba despierto con edificar el Partenón sobre la Acrópolis.

En cierto punto, aguijoneado por sus necesidades y falto del más elemental apoyo financiero, fuera del agotamiento físico y el deshonor que significaba el alquilar su propio cuerpo, se le ocurrió ir a investigar a ver si conseguía trabajo en la embajada cubana. Y por fortuna se encontró ante el caso de que el recién nombrado embajador era un redomado incapaz que sólo hablaba español. Y dominando ya por aquel entonces nada menos que siete lenguas europeas vivitas y coleando, amén del griego demótico además del clásico y por supuesto el latín, hábilmente se hizo introducir por ese guanajo en la nómina de pagos del personal diplomático de ese timbiriche cubano en medio del lejano Levante Mediterráneo.

Y cuál no fue su sorpresa cuando unos cuantos días después, y de sopetón, el tipo va y se asila, y sin avisar a nadie, se mete en la mismísima embajada norteamericana. Y que la loca se tiene que hacer cargo de la embajada así tal cual estaba. Determinado fatalmente como plenipotenciario substituto y primer bate del equipo nacional por esa inesperada urgencia. Y cumplió valientemente su patriótica misión.

Aunque a la larga como a pesar de ser perfectamente capaz de llenar los requisitos requeridos para ese cargo, porque, caballeros, Papayi además de hablar tantas lenguas como ya he dicho, menea la suya propia con muchísima destreza. Y esa loca hasta escribe sonetos y todo. Y tiene muy buenas maneras por encima de eso porque es uno de esos ejemplos a los que se refiere Cervantes cuando nos dice que en los montes y entre peñas suelen surgir espontáneamente muchos brillantes ingenios. Que aunque entre la Sierra Morena y la de Guamuhaya hayan algunas diferencias, no por ello se debe dejar de aplicar aquí tan sesudo juicio. Que lo que Mayajigua no le dio nunca se lo pudiera prestar ni la misma Atenas.

Y la versátil Papayi Taloka también me dijo que cuando Adua hablaba de mí con ella me llamaba corrientemente “La Tootsie”, y algunas veces también “La Poderosa” y “La Powerfull”, pero a mí directamente fuera de Tootsie y Tetona nunca recuerdo que me hubiese llamado de esas maneras. Que quizás Néstor no quisiera decirme directamente lo mucho que me quería, ni darme a entender el mucho bien que pensaba de mí, por esos resabios de timidez o de orgullo que a veces nos engarrotan la libre expresión de nuestros sentimientos. O por miedo a que su propia afectividad no se le fuera a desbordar si finalmente hubiera logrado atreverse a abrirme demasiado su corazoncito. ¿Pues quien puede estar totalmente seguro de que yo no le gustara un poco, o que no sintiera por mí algún cariño, de esos que a veces llegan a doler?

Los linderos del cariño son poco fiables. Si entre amor y odio ni siquiera se pueden dibujar con precisión, tanto más imprecisos son los límites que entre diversos afectos concurrentes existen. Amistad y amor se confunden en nuestras almas más que lo que todavía la literatura o la psicología hayan podido explorar a fondo. Y aún nos suele suceder que deseemos simultáneamente a varias personas con igual deseo, y queramos a la vez a varios individuos con un mismo afecto. Que nuestras almas tienen geometría variable y no hay quien les imponga ni forma ni dirección definitiva. Porque son de naturaleza proteica. Y su esencia es cambiante y dejan de ser lo que eran un momento antes para manifestarse diferentemente a cada paso.

Y así, ya sea que estuviésemos en persona junto a él, o que nos comunicáramos por teléfono, Néstor entretenía placenteramente sus ocios compartiendo a sus anchas con todos nosotros las numerosas anécdotas de su vida aventurera que tanto se complacía en rememorar: De sus fallidos intentos juveniles por llegar a ser camarógrafo en Hollywood, en donde tuvo que lavar platos durante muchos meses sin haber podido llegar a nada. Y sus no menos decepcionantes aventuras neoyorquinas en donde también le fue bastante mal. Y de cómo había filmado por su cuenta en Times Square una celebración del Año Nuevo. Y de cómo fue que había filmado Gente en la playa en La Concha de Marianao ese primer día en que la Revolución había finalmente dado libre acceso al pueblo a todo el inmenso litoral de la Isla, el cual había sido casi totalmente acaparado hasta entonces por la sacrosanta propiedad privada de los pudientes. Sin parecer realmente lamentarlo, nos contó de aquella ocasión que en Barcelona perdió la oportunidad de ser el camarógrafo de una película en la que la Diva era nada menos que Sarita Montiel, porque ésta se había negado rotundamente a ser filmada por un camarógrafo tan desconocido como él lo era en aquel entonces.
También dedicaba muchos discursos al embrollo y sucesivas desavenencias con Alfredo Guevara dentro del recientemente fundado Instituto del Cine Cubano, a quien a pesar de todo seguía considerando como alguien dotado de una inteligencia privilegiada y una capacidad de organización e inspiración extraordinarias.

Y por supuesto también de la cacería de brujas de la que fue víctima cuando se destapó todo el brete de PM. Y de cómo fue que se montó el terrorífico tinglado de la represión de los homosexuales. Maquinaria loca importada de lejanas culturas poco afines con nuestra amable idiosincrasia.

Y cómo ciertos supuestos amigos, a los que más tarde cuando a su vez se exiliaron generosamente perdonó, se prestaron a condenarlo cuando se empezaron a organizar actos de repudio públicos contra los que no entraban por el aro de la Revolución, o de la heterosexualidad, que en cierto momento ambas parecieron ir del brazo y ser parte del mismo esfuerzo por enderezar a ese país que tan perverso como polimorfo había sido hasta entonces. Y que por cierto ni con 50 años de socialismo ha logrado dejar de serlo.

Recordaba igualmente el tiempo que había trabajado en el periódico Hoy, órgano del P.S.P, y de cómo su padre le había recomendado no hacerse miembro de ese partido comunista cubano a pesar de que en aquel entonces tanto su razón como su pasión lo inclinaban a ello.

Me contó muchas veces, porque arrastrado por su vehemencia solía repetirse, ese conmovedor primer encuentro con su padre después de tantos años de separación. Cómo habían sido esos felices y conmovedores momentos cuando Herminio Almendros llegó por fin al puerto de La Habana y estuvo cumpliendo la cuarentena profiláctica que las precavidas autoridades criollas imponían a los españoles que llegaban de la entonces insalubre Europa. Cómo él lo iba a visitar en su reclusión provisoria de Triscornia.

Porque, aunque a algunos años de distancia y cada cual por camino diverso ambos habían terminado por llegar como refugiados a Cuba. Y aquel encuentro había tenido por teatro un navío arrimado al apartado rincón de un muelle de aquella acogedora y bulliciosa bahía de San Cristóbal de La Habana, bajo las antiguas e impresionantes fortificaciones coloniales. Y ante el más amable escenario urbano que jamás haya habido bajo el claro cielo tropical. Que allí fue en donde aquellos dos atribulados catalanes escapados de los rezagos de furor de la aún reciente Guerra Civil Española pudieron abrazarse al fin. Y pudieron disponerse a comenzar una nueva y menos ruda existencia que la que su torturada península les había permitido llevar antes de ese momento.

Eran sus recuerdos dulces y amargos a la vez, como cuando me contaba del hambre que había pasado en Barcelona siendo niño, y del cine como único escape dentro de la siniestra existencia que tuvo que vivir cuando vencieron los ejércitos franquistas e impusieron la venganza y la más mojigata mediocridad como norma de gobierno a la revoltosa y separatista nación catalana.

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