Reflexiones de la Caimana: ¿Qué fue por fin lo que le pasó a la Mata Hari?

Pintura de Ramón Alejandro.

Pintura de Ramón Alejandro.

Por Ramón Alejandro*

Pero eso no se queda ahí. Que la cosa va para largo. Porque años después al rayar el siglo XXI, viendo que el régimen no acababa de caerse y sintiendo pasar los años, decidí soltar la muleta y el bastón, e irme a bailar el son.

El triste ejemplo de Celia Cruz muriendo sin volver a Cuba, orgullosísima como murió la pobre negrona de su heroico y doloroso renunciamiento -como si ese sacrificio sirviera para algo-, me convenció definitiva y totalmente de que era legítimo mi deseo de volver a Cuba después de 40 años de privación voluntaria de ver la tierra donde nací.

Mi amigo Carlos Victoria, que en paz descanse, se ofuscó tanto con la manera tan desenvuelta con la que me quité de encima el lastre de mi ofendido orgullo de exiliado, que a la larga me retiró su amistad.

Me limpié con la sensibilidad de los “intransigentes”.

Carlos Victoria iba a ver a su padre y a sus hermanas cuando le daba su santísima gana, y además se encontraba, de paso, con su antiguo amigo Abel Prieto. Pero consideraba por cuenta propia que yo no podía ir a Cuba.

Que así son las cosas de asimétricas en ese abuso consentido del que quiero hacer objeto de estudio y serio análisis en estas reflexiones caimaneras.

Así que allá fue eso, en plena crisis del caso de Eliancito del que ya les he comentado el ridículo en el que hizo caer ante los ojos del mundo civilizado el comportamiento de los cubanos de Miami.

Allá en La Habana nadie hablaba del asunto.

Mi amiga Reina María Rodríguez me dijo; “Allá en Miami la gente se toma eso demasiado en serio, aquí nosotros vamos a la manifestación, hacemos el paripé agitando la banderita un rato pensando en otra cosa, y cumplido el compromiso con el CDR no nos ocupamos más del asunto. Es una simple formalidad vacía de toda implicación afectiva o mental”.

Lo tomé en cuenta.

Pero cuando fui a visitar a mi amigo Miguelangel, me pasó disimuladamente un papelito muy esmirriado y arrugadito donde estaba escrito un número de teléfono.

Susurrándome al oído para que su mamá no lo escuchara, me anunció “Elpidio Manduley quiere que lo llames…”

Aquí debemos poner de música de fondo los acordes que dan comienzo a la Quinta Sinfonía de Beethoven, ese famoso tatatatán, tatatatán… que le ha dado la vuelta al mundo.

Por supuesto que lo llamé, excitadísimo de volverle a vacilar sus molleros y bellos rasgos faciales y sin el más mínimo miedo a sufrir presión sicológica ahora que estaba en su propio terreno. Al contrario, estaba algo alebrestado de encontrarme entre sus fuertes manos y musculosos miembros.

Caballeros no sean malpensados. ¡Que los brazos y las piernas también son miembros, y no solamente el que ustedes piensan!

Estaba naturalmente acompañado por otro simpático jovenzuelo, pues siempre atienden a sus víctimas de dos en dos, que así es la regla del MININT.

Me invitaron a Tropicana.

Decliné la invitación por aquello de que no habiendo ido nunca a ese lujoso cabaret, prefería conservar esa rara virginidad reservándome para satisfacer con mejor compañía y en mejor ocasión ese gusto.

Entonces quisieron llevarme a La Bodeguita del Medio cuyo exiguo local  a mí me provoca claustrofobia.

Prefiero leer las magníficas novelas de Hemingway que ir de peregrino a los sitios donde el viejo cogía aquellas memorables notas de americano borracho en el trópico.

Accedí por el justo espíritu de conciliación que me pareció razonable en esas circunstancias. Tuve la suerte que estaba cerrado.

Más tarde mis amigos me explicaron que los segurosos aprovechan para solazarse en esos sitios de lujo, a expensas del erario público, cuando les toca ocuparse de un extranjero cuya notoriedad exige un tratamiento de favor. No tuvieron suerte conmigo y terminamos yendo a una terraza que a mí me encanta, mucho más modesta, situada en uno de los hermosos edificios de cuatro plantas que rodean la Plaza de Armas, desde la cual se ve toda la Avenida del Puerto con las fortificaciones coloniales que dan tanto carácter a La Habana Vieja.

De paso disfrutando con el rabillo del ojo el bochornoso, pero excitante, espectáculo de un nutrido grupo de bellas y jóvenes turistas italianas sobándose descaradamente en público con unos rastas palestinos de atléticas corpulencias y dreadlocks pringosos de mariguana y otras substancias orgánicas dificilmente identificables.

Les expliqué que yo solamente quería volver a ver mis sitios queridos y que mis dos hijos los pudieran conocer. Que la política había dejado de interesarme y que como su poder era perfectamente estable, lo aceptaba como una realidad a la cual era yo quien se tenía que adaptar si pretendía volver a gozar de los bellos paisajes de los lugares en que viví mi infancia y mi adolescencia, ahora que ya iba a iniciar el declinio fisiológico ineluctable inherente a la tercera edad y ya me estaba preparando la garganta para comenzar a cantar el tradicional manisero.

O sea, que por mí gobernaran todo lo que quisieran gobernar, que yo me desentendía del asunto como ciudadano francés que ya era. No venía a poner bombas en el lobby de ningún hotel, ni a arengar al pueblo desde las escalinatas del Capitolio Nacional.

Parece que quedaron contenticos con mi oportuna trova y respetuosa descarguita. Que los segurosos son también gente, mi socio.

Tenemos que arar con los bueyes que tenemos y tomarnos el vino que da nuestra tierra, que aunque sea agrio es nuestro vino.

Lo único que me permití lanzarles a guisa de desafío fue esta envenenada frasecilla: “Lo que no sé es cómo van a resolver el problema de la economía…”

En ese momento ambos se miraron a los ojos. Sabían mejor que yo el tamaño del problema en que la isla entera estaba metida.

Pero eso ya era problema exclusivamente suyo, porque yo tenía mi tarjeta golden premier de la BNP Paribas en el bolsillo, y a mí, plín.

*Reflexiones de la Caimana es una sección de crónicas y testimonios que publicará semanalmente el pintor cubano Ramón Alejandro en CaféFuerte.

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