Reflexiones de la Caimana: ¿Qué volá con la Mata Hari, asere?

De izquierda a derecha: Ricardo Porro, Ramón Alejandro, Severo Sarduy, Reynaldo Arenas y Néstor Almendros en París.

De izquierda a derecha: Ricardo Porro, Ramón Alejandro, Severo Sarduy, Reynaldo Arenas y Néstor Almendros en París.

Por Ramón Alejandro*

En aquellos finales de la década de los ochenta del pasado siglo, parece que entre los gastos conjugados que les causaban nuestro flamante experimento socialista y la desatrosa guerra de ocupación de Afganistán, los rusos tuvieron que irle reduciendo el generoso subsidio que le regalaban a Fifo para que se entretuviera con sus locuritas africanas.

Liberando a Namibia, por ejemplo. Victoria ejemplar y memorable sobre los ominosos ejércitos sudafricanos que tanta repercusión tuvo en la economía cubana mejorando inmensamente el bienestar material del pueblo, como sin la menor duda pudimos todos comprobar.

Nuestra Embajada y el consulado correspondiente en París, que antes tenían cada uno un suntuoso local por cuenta propia, llegando a tener en su época de gloria unos 400 funcionarios adentro de ambas, se tuvieron que mudar junticos a un local mucho más modesto y reducir seriamente el número de nagües, aseres y ecobios que empleaban hasta ese momento.

Elpidio Manduley, entre otras cosas, venía esta vez modestamente a pedirme que me suscribiera a no sé qué revista de propaganda. Decliné lo más finamente que pude y supe su tímida pero insistente proposición.

Pero como el asere venía con su idea fija de captarme, y en plan conciliatorio, me invitó a asistir a un acto en conmemoración del natalicio del Apóstol, ocasión en la cual todo cubano se reblandece y acepta a reunirse socialmente si preciso fuera hasta con Juana Bacallao. No digo yo, con el cuerpo diplomático entero de nuestros representantes oficiales ante la prestigiosa República Francesa, madre de los Derechos Humanos.

Néstor Almendros nunca me perdonó que yo me rindiera a los nuevos predios de nuestra Embajada a revolcarme con los esbirros en la sangre de los mártires, como diría una querida amiga mía.

Tengo que especificar que Severo Sarduy en aquel tiempo no se atrevía a confesarme que recibía a Manduley en su casa, aunque yo le hablara de él y de sus visitas a la mía, cerraba el pico por si acaso no fuera a entrarle una mosca.

Néstor nos tenía amedrentados.

Que Severo siempre fue muy prudencioso para sus cosas. Como la gatica de María Ramos tiraba la piedra y escondía la mano.

Su amante y mecenas quien era generalmente conocido como La Momia pero que en realidad se llamaba François Wahl, en aquel tiempo era miembro eminente de un corrillo de intelectuales que se presentaban como “estructuralistas”, sacando conclusiones tiradas por los pelos de los descubrimientos antropológicos que Levi Strauss había hecho entre las tribus de indios del Amazonas. Indios que aún no habían sido pervertidos por la modernidad y la mundialización galopante en la que ellos también fueron finalmente digeridos pocos años después.

Escribió varios libros como Tristes Trópicos y Lo Crudo y Lo Cocido que hicieron época en las mentes europeas. En aquellos pretéritos días eran el summun de la moda cultural parisina.

Hoy nadie se acuerda de ninguno de ellos ni sabe muy bien qué diablos era aquello que llamaban tan pomposamente “estructuralismo”, llenándose la boca con el humo de sus cigarrillos y la loca vanidad de sus personillas. Pero de cualquier forma ese término retumbaba sonoramente contra los espejos de los lujosos salones del Fauboug Saint-Germain y del Café de Flore con tremendo “caché”.

Eso era lo que más, sino lo único, les importaba a ellos. 

Ya por entonces eran muy pocos los que en realidad entendían lo poco que había que entender en toda esa maraña extraña que habían elaborado con una palabrería laberíntica fuera del alcance del vulgo.

Elucubraciones que los intelectuales franceses se inventan para entretenerse entre ellos mientras les cae la perenne lloviznita de esas regiones templadas y darle uso a sus estudiosas mentes y refinada información.

Si vivieran en South Beach, podrían irse a bañar al océano y se dejarían de tanta sonsera.

Apoyaban a la Revolución Cubana sin saber nada de ella, porque antes que ellos ya el estrábico filosofante de J.P. Sartre los había convencido para siempre que Cuba era la última cocacola del desierto en cuestión de política. El caso Padilla no los sacó de su ingenua fe en los gloriosos destinos de nuestro equipo gobernante.

Severo estaba obligado a embarajar porque además de vivir en casa de La Momia, trabajaba bajo su afectuosa protección en las ediciones del Seuil.

Que no se crean que todo lo que brilla en París es oro.

Teníamos que jineteárnosla a pulso y a contrapelo.

Severo y yo digo. Porque Néstor con su dignidad catalana a cuestas, se destripaba curralando como un blanco.

Severo, esa mulatica rococó, como lo llamaba Lorenzo García Vega, nos decía a Néstor y a mí -para justificarse- que como su hermana trabajaba en la televisión cubana, si él criticaba al régimen ella perdería consecuentemente su trabajo.

Sus amiguetes de entonces bién sabíamos del pié que cojeaba esa rumbera camagüeyana. Sus audaces pasillitos de mambo intelectual no nos engañaban.

No cuento aquí mis intensísimas conversaciones con el hermoso Elpidio para que me tengan que comprar un ejemplar de Adua la Pedagoga cuando la presente en La Feria del Libro de Miami en noviembre, si realmente desean enterarse de su substantífica y medular esencia. Pero el caso es que cuando, desafiando la justa ira de Néstor, me veo de cuerpo presente, aunque vivito y coleando, en el salón de honor del nuevo, y algo revegío local de actividades de nuestra Embajada con el supuesto encargado cultural, el Señor Don Elpidio Manduley, a mi gran sorpresa, éste comienza a recitarme de memoria el contenido de las cartas que yo le escribía a un viejo amigo baracoense y pelirojo, que aunque suene muy extraño, Miguelangel era simultáneamente ambas cosas.

Parecía que se las había aprendido de memoria. Mi vida entera puesta en mis propias palabras fluía de sus sensuales labios.

Como tengo fama de exhibicionista, según la opinión de tantos y cuantos, ya se pueden imaginar la precisión hiperrealista de los pelos y señales con la que le había contado a mi amigo de infancia y adolescencia mis andanzas por la Ciudad Luz.

Nunca entendí porqué El Bello Elpidio quiso que yo supiera que él estaba al tanto de los más insignificantes recovecos de mis más tiernas entretelas.

¿Darme a entender que Miguelangel trabajaba para ellos? ¿Chantajearme? ¿Pero de qué? ¿Amedrentarme? ¿Pero de cuándo?

¿Qué diablos me importaba a mí que ellos supieran todas esas boberías?

Misterios de la mentalidad cubana, y de la burlesca guapería y vanidad de tantos esfuerzos por enterarse de la vida ajena institucionalizados al pedo por obra y gracia de la revolución socialista, tan heterosexual como las palmas. Y tan verde como la sandía, o melón de agua como la llamamos en Cuba. 

Catedralización del chisme de barrio sin piés ni cabeza, cabo ni rabo.

¿Que beneficio le traía a la Revolución conocer a tal punto como estoy hecho por dentro?

Supongo que tanto provecho como el que la Independencia de Namibia le procuró al cubano de a pie.

Que si algo acabó con el Coloso Soviético fue vender los productos de su pujante industria a un precio inferior a su costo de producción.

Pujanza industrial levantada a pulso por el sudor de los infelices de siempre desde el subdesarrollo zarista, hasta convertirse por la férrea voluntad de Stalin y millones muertos mediante, durante algunas cortas décadas en la segunda potencia mundial.

Que hay gente que se toma muy en serio, como solemos generalmente tomarnos los cubanos y se tomaban los bolcheviques, sin tener la más elemental lógica, asere.

Ahora que ya se han  dado por vencidos en la Batalla de Ideas la mayoría de los ñángaras del mundo, a los que nunca quisimos comernos ese ñame nos parece mentira que hayan podido ser tan ilusos.

*Reflexiones de la Caimana es una sección de crónicas y testimonios que publicará semanalmente el pintor cubano Ramón Alejandro en CaféFuerte.

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