Los Van Van en La Pequeña Habana: ruido y sorpresas en Miami

Los Van Van en La Pequeña Habana: ruido y sorpresas en MiamiPor JUAN CARLOS SANCHEZ*

– La pluralidad de opiniones como realidad irreversible de los sistemas democráticos está emplazando cada vez más al encasillado problema cubano. También en Miami.

Escribo estas líneas horas después de un concierto de la orquesta Los Van Van en La Pequeña Habana, que transcurrió en absoluta normalidad, y cuando ya casi nadie recuerda que hubo un concierto de Pablo Milanés en Miami sin que se desatara una especie de “guerra civil”.

Milanés actuó en el centro de la ciudad, en el fastuoso escenario de la American Airlines Arena, donde se presentan las grandes figuras del mundo de la música. Los Van Van lo han hecho en el Cub Aché, en pleno corazón del Miami cubano, frente al emblemático restaurante Versailles. Hubo manifestaciones de los inconformes, por cierto mucho más reducidas que la participación en los conciertos, pero la cólera no llegó al río.

Hasta ahora la prensa oficial cubana no ha hablado de la actuación sin problemas de Los Van Van en el Aché. Los gacetilleros del castrismo insinuaron antes que Milanés fue víctima de la ofensiva de un siniestro poder que actúa a la sombra de una extrema derecha.

Esa y otras muchas simplezas forman parte de un discurso que suele fomentar el victimismo, pero no pasan de ser simples anécdotas si las comparamos con la lección de civismo que han ofrecido los habitantes de la capital del exilio cubano. Un civismo que no excluye los extremos y las exaltaciones, pero que ha permitido lo que 10 años atrás parecía una quimera inimaginable.

Miami, escenario de adopción

Resulta que Miami, lugar de adopción de quienes se liberan de uno de los regímenes más sectarios de la comunidad internacional, se ha convertido en una ciudad cosmopolita, con grandes espacios independientes, que permite tanto a un sencillo trabajador como a un artista de cualquier parte del mundo ganarse la vida, escribir o crear al margen del poder político.

Y conviene decirlo, porque Miami suele ser vista a nivel internacional como la capital de una horda intolerante, cuyo Caballo de Troya lo llenan los infiltrados de la Seguridad del Estado, los abanderados procastristas de emisoras locales que dicen defender la “normalización de relaciones” (pero defienden algo más que eso), y ciertos nostálgicos del Estado protector, que han convertido su incapacidad personal o las adversidades propias de cualquier sociedad en objeto de añoranza del país que dejaron atrás. Todos ellos amparados por el uso del derecho que les otorga la democracia.

Pero al margen de las discrepancias entre una u otra ideología, Miami forma parte de los Estados Unidos, una sociedad que promulga por encima de todo el respeto a los derechos de las personas y que permite a los cubanos exiliados (y también a los que solo están de visita) adaptarse muy bien a ella.

De hecho, las cifras ponen de relieve que Miami no es sólo el paraíso de los millonarios, de los triglicéridos y de la serie CSI, sino también un baluarte del multiculturalismo iberoamericano, donde actualmente reside más del 20 por ciento de la población cubana y cuyas remesas son la segunda fuente de divisas que recibe la isla.

En el fondo, salta una pregunta que nadie o casi nadie ha hecho: ¿hasta cuándo es necesario mezclar los conceptos de política y cultura para justificar lo que nos separa?

Sobre todo cuando se conoce que la autonomía entre ambos es posible solamente en comunidades abiertas donde los gobiernos locales, condales, estatales o federal, no puedan sacar provecho político de la realización personal de sus ciudadanos.

Rencores de lenta curación

Por ello, resulta una verdad demoledora el hecho de que en un régimen totalitario, que practica la injerencia de la política en todos los aspectos de la vida, incluido el cultural, los intelectuales no tengan más alternativa que elegir entre el papel de comisarios culturales -lo cual les concede, entre otras prerrogativas, un empleo, la posibilidad de viajar al extranjero o participar en encuentros oficiales- o, de lo contrario, vivir en un eterno ostracismo, al margen de todas las prebendas de la cultura oficial.

Significativamente, los viajes son uno de los privilegios más recurrentes de este tipo de sistema colectivista. Sobre todo cuando el destino es Estados Unidos, país al que año tras año suelen visitar un grupo de artistas cubanos, aprovechando el marco de medidas aprobadas por el gobierno de Barack Obama para flexibilizar las restricciones de estos encuentros académicos, culturales y religiosos entre las dos naciones.

Algunas voces del exilio, opuestas a estos vínculos, alegan que estas relaciones entrañan el peligro de la transferencia a Miami de la falta de valores morales que caracteriza al sistema imperante en Cuba, algo que podía tener secuelas en la evolución de una comunidad que desde la década del 90 -con la llegada de las nuevas generaciones de cubanos- ha apostado más por el ejercicio de una relación más participativa, también ha perdido, por otra parte, la virtud de la confrontación cívica de ideas.

Es verdad que a muchos intelectuales y artistas cubanos no sólo los soborna el régimen, sino que también los recompensa. Y no para que les halaguen, sino también para que les critiquen de manera controlada. Una posición que les permite a estos artistas andar por el mundo con buena conciencia, al tiempo que tratan de demostrar que su isla, acosada y criticada por la comunidad internacional, es una nación tolerante.

Sin embargo, más allá de las posiciones extremas de uno u otro signo, más allá de ciertos atrincheramientos que tratan de ahogar la racionalidad, la libertad en Miami trajo a los cubanos que han abandonado su país oportunidades que antes desconocían. Al mismo tiempo, el legítimo uso de esta libertad ha permitido discutir a la luz pública la inmundicia moral de hechos y conductas que siguen permaneciendo ocultas en su país de origen.

Uno de los precios que ha tenido que pagar el exilio cubano de Miami, atrapado entre la búsqueda de su sustento y el resentimiento político, es la acumulación de un dolor comprensible que ha contaminado profundamente la vida política y cultural de esta comunidad, generando rencores, amarguras y rivalidades de lentísima curación.

Pero con un particular matiz: a diferencia de lo ocurrido en España a la caída de la dictadura franquista, o en Chile después de Pinochet, el exilio cubano de Miami, sin gobierno que represente legítimamente sus intereses, no ha podido hacer borrón y cuenta nueva con respecto a los responsables de los crímenes y abusos cometidos durante el régimen castrista.

Heridas abiertas

Eso explica que en algunos sectores del exilio -hay que entenderlo después de más de 50 años de despojo y destierro- las heridas continúen abiertas.

En Miami, millares de cubanos, ex militantes o no del Partido Comunista, no han tenido mayores obstáculos para integrarse a la nueva sociedad, que los acogió con respeto y les proporcionó la protección legal sin importarle su colaboración con el régimen.

Los Van Van en La Pequeña Habana: ruido y sorpresas en Miami

Por supuesto que todo ello ha creado obstáculos entre las dos orillas. Pero con todos los reproches y las tensiones de un pasado reciente, Miami es  hoy definitivamente un lugar de convivencia pacífica.

Miami está dando pasos importantes. El hecho de que intelectuales y artistas cubanos hayan colaborado con el régimen asiduamente o no, por ingenuidad, por cobardía o por el mero instintivo de adaptación a las circunstancias, no los debe excomulgar de por vida, ni tampoco obligarles a comportarse como héroes.

Este es un debate que permanecerá abierto mientras existan cubanos que hayan padecido el problema en carne propia. Es una fuente de desgarramiento que acompañará por mucho tiempo a la sociedad cubana que ha vivido los últimos 50 años de dictadura en la isla.

Todos reconocen la complejidad del problema. Sobre todo en un país como en Cuba donde esa facultad llamada libertad ha sido nuestra carencia y también el falso fundamento oficial de lo que consideramos nuestra dignidad nacional.

Así veo a Miami hoy. Abierta y flexible, dispuesta a aceptar principios elementales de la convivencia democrática como son el pluralismo, el relativismo, la coexistencia de verdades contradictorias que, a pesar de algunas posiciones radicales, toma conciencia cada vez más de la necesidad de realizar concesiones recíprocas para la formación de consensos sociales.

En este envite, tanto quienes viven dentro de Cuba como quienes residen en el exilio se juegan su credibilidad y su futuro.

No es que el ruido y la polémica mediática en torno al concierto de Pablo Milanés hayan creado una imagen de falta de libertad de expresión en Miami. Creo que ha sido la tolerancia de esta ciudad la que ha provocado el ruido y la sorpresa de muchos.

Como sucedió anoche con Los Van Van en La Pequeña Habana.

* Periodista cubano radicado en Tenerife, Islas Canarias. Presidente de la firma Canarias, Imagen y Comunicaciones.

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