Vicente Revuelta, el maestro de las paradojas

De izq a derecha: Ada Nocetti, Miriam Acevedo y Vicente Revuelta en

De izq a derecha: Ada Nocetti, Miriam Acevedo y Vicente Revuelta en

Por Amado del Pino

Largo y silencioso; decisivo y por muchos insuficientemente conocido ha sido el magisterio de Vicente Revuelta.  No lo conocí mucho. De tan cerca que estuve de su obra, me perdí frecuentarlo a menudo.

Con otro de los grandes –Roberto Blanco- sí que compartimos tardes de conversación, anécdotas risueñas. Cuando Vicente entraba al restaurante, en los ya legendarios festivales de Teatro de Camagüey, emocionado le tomaba la mano a mi mujer: “Tania ahí está Vicente”. Y no es que yo sea propenso a la solemnidad sino que en efecto ese hombre delgado y alto, siempre alejado de poses puso a Cuba en hora con el mundo en materia de teatro. Ya desde los cincuenta ofrecía pruebas de su juvenil maestría con Viaje de un largo día hacia la noche, la extraordinaria obra de O’Neill.

Para las mayoría era “el hermano de Raquel Revuelta”. La gente de teatro–comenzando por Raquel, claro-  sabían que Vicente fue el pionero, el que equilibró legados diversos: Brecht, Stanislavski, Grotowski.  En este creador fue auténtica e insaciable la vocación de ir de un estilo a otro, la negativa a repetir logros o generar retórica: del momento estelar para nuestra historia teatral del último siglo que fue La noche de los asesinos, de José Triana a la búsqueda singularísima en Chejov con aquella puesta de Las tres hermanas, con el público sobre el escenario.  En el 68 supo salir de un Teatro Estudio ya sólido, con actores formados por él desde la legendaria escuelita de la calle Neptuno, y se lanzó a la aventura grotowskiana del Grupo Los Doce, junto a figuras como José Antonio Rodríguez, Flora Lauten o Carlos Pérez Peña.

Siempre digo que me sobran los dedos de la mano para enumerar los momentos de completa satisfacción y legítimo deslumbramiento en el teatro. Uno de ellos es seguramente lo que sentí –en el ya lejano 1979- asistiendo a El precio, de Arthur Miller, dirigida y soberbiamente actuada por Vicente.  Antes, su Galileo Galilei. Este Brecht leído por Revuelta tenía mucho que ver con el silencio y la injusticia que acechaba por esos años al teatro cubano y sus protagonistas.  Vicente no fue de los que más padeció el despropósito  de los setenta pero sí tal vez –gracias a su talento- quien trasmitió con mayor madurez artística y hondura conceptual el lugar del intelectual en la sociedad.

Su paso por las aulas fue fugaz, intermitente, sin  aparente método o estirado ejercicio de cátedra. El Galileo… tan compacto del 76 lo desmontó alegremente en manos de sus alumnos del ISA que cada noche disfrutaban reinventando el teatro. Sin embargo –otra preciosa paradoja- la lección de su ejemplo como intérprete y como director de escena es probablemente el magisterio más nítido de la escena cubana en los últimos cincuenta años.  En Cuba o en otras muchas plazas del mundo donde actores nuestros se crecen con sabia mezcla de interiorización y de intencionalidad; donde una puesta en escena sin dejar de ser cubana prescinde con sabiduría de localismos o exotismos inútiles; casi siempre que damos síntoma de mayoría de edad en el ámbito teatral, anda cerca la mano nerviosa pero firme, clásica y vanguardista a la vez de Vicente Revuelta.

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